La otra noche perdió la
serenidad. Presa de la angustia no pudo dormir. Y se sorprendió al sentir tristeza
y celos. Ella era así, cualquier secreto, por nimio que fuese, lo consideraba
alta traición.
No pretendía que todo el
mundo la amara. Con que unos cuantos lo hicieran era suficiente, pero el
respeto era fundamental, pensaba mientras se colocaba con nerviosismo los finos
guantes.
Aún era temprano. Se acicalaba
para tomar las riendas de su vida a pesar de la borrasca que caía sobre Madrid,
y que desde la víspera no había dado respiro. Luego al salir a la calle la
abofeteó ese olor que acompaña a la primera lluvia tras un largo período de
sequía -los
ingleses lo llaman petricor-. Insoportable
ese vaho para ella. Lograba que sus sentidos comenzaran a desperezarse, y eso era
lo que menos le apetecía.
Decir que estaba enojada con
su marido era una valoración optimista. Aquel hombre era todo barriga y astucia.
No podía consentir que hubiera llevado al Ritz a una baronesa teniendo en casa
a una duquesa, ¡nada menos! Según rumores fidedignos la llevaba a comer a
Lhardy en compañía del embajador ruso.
Con ella prefería la
intimidad del hogar porque eran malos tiempos para permitirse el lujo de gastar
tanto, sostenía; y se ufanaba de ser duque, aunque el título era de ella. Para
colmo, esa noche, después de que ella cuestionara su fidelidad, dobló el
periódico por la mitad mirándola con cariño, la invitó a sentarse a su lado
comentando que abordaría, con su permiso, los problemas de uno en uno. Pero luego
mirando el reloj añadió que, al día siguiente sin falta, hablarían. Y aseveró
que tenía una reunión importante.
‒Si sales por esa puerta a tu
regreso la encontrarás cerrada ‒señaló con furia contenida y tono arrabalero.
‒Mujer, no es digna de ti
esta escena.
Y acariciándole la mejilla
con indiferencia, tomó su bastón, su sombrero y se marchó.
Suerte que ella era una mujer
de recursos. Así que llamó a un detective y a un abogado especializado en
divorcios.
Y allí estaba, ahora, en
Lhardy, bebiendo consomé hecho en el lujoso samovar de plata, a la espera de conversar
acerca de su separación.
El detective llegó con fotos
que no dejaban lugar a dudas, no quiso pensar cómo las consiguió. El abogado se
presentó con un cartapacio bajo el brazo y ella gozó al pensar en la cara que
pondría su querido marido al constatar que la amenaza de aquella noche no
fueron meras palabras.
© Marieta Alonso Más
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