Maldita sea. Las voces han vuelto. Creía
que se habían marchado para siempre, que había sido más fuerte que ellas y
había sido capaz de ahuyentarlas.
Sin embargo, han regresado, y parece que lo
han hecho con más poder que nunca. Con más ganas de hacerme sufrir.
La más ronca parece enfadada
conmigo, como si hubiera cometido un pecado imperdonable. La que habla como un niño
pequeño no para de llorar, parece triste y asustada. Mientras que la que
tanto me recuerda a aquella a la que perdí derrocha decepción por los
cuatro costados.
Puedo escucharla echándome en cara
cosas que ni siquiera sabía que hubiera hecho, errores que no era consciente
que fueran tales. Aprieto la mandíbula, sintiéndome torturado por los
recuerdos. He fallado, una y mil veces, y sé que no soy suficiente para
enmendarlos. Lo he intentado, llevo haciéndolo mucho tiempo, pero ellas
siempre vuelven.
De pronto oigo una cuarta voz. Una que,
en principio, no consigo ubicar y que hace callar al resto con una autoridad
indescriptible. Es de mujer, pero no es la de aquella a la que decepcioné.
Es la voz de una señora madura, inflexible. Despego la boca, destensando por
completo mis dientes y entonces la reconozco. Es mi madre.
Quien consigue levantarme cuando ya
nadie cree en mí. La que siempre tiene un poso de candor esperando a entrar en
acción. Aquella que defendería a capa y espada a su camada de cualquier mal. Mujer
fuerte, mujer poderosa que ha hecho todo y más. Es por ella que las voces
vuelven a quedar a oscuras y regreso a la luz.
Gracias, mamá. Por
todo.
© M. J. Pérez
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