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Escalera de Bramante |
—Deténganse.
Los cuatro hombres que llevaban la silla
de manos, vestidos con unas antiguas libreas desgastadas y anacrónicas,
se pararon. Los dos de atrás mantuvieron alzada la parte posterior para
que no se quedara inclinada. Después de unos breves momentos, un
golpecito dado desde dentro, era la señal para seguir subiendo por la
enorme escalera del palacio, propiedad del Ayuntamiento. Menos mal que
no tenía peldaños, se decía Julio, el más joven, que había sustituido a
uno de los porteadores por enfermedad. El siguiente tramo es el último,
le susurró su compañero, y siguieron el lento ascenso hasta llegar a la
Galería superior, donde acababa la imponente escalera.
Al llegar se bajó de la silla de manos
una señora menuda, elegante y desdeñosa, vestida con un anticuado traje
de fiesta en tonos malvas, que le llegaba a los tobillos. Apoyada en un
bastón de ébano con empuñadura de plata, representando la cabeza de un
león, repartió entre los hombres cuatro bolsitas de terciopelo con unas
monedas. Ella les agradeció su colaboración y se despidió con amable
altivez.
—Hasta el mes que viene.
Se alejó erguida por la Galería,
apoyándose levemente en su bastón. La luz de la tarde se colaba por los
cristales emplomados, produciendo unos asombrosos juegos de luces sobre
el mármol del suelo. Julio decidió quedarse escondido a observar dónde
se iba la anciana y qué hacía a esas horas en el Ayuntamiento, cuando ya
estaba cerrado.
La mujer se sentó en uno de los bancos
debajo de una ventana. Un reflejo ambarino le producía un halo alrededor
que a Julio le hizo pensar en una aparición, y se fijó que, pese a su
edad, permanecían rastros de belleza en su cara. Con ambas manos
descansando sobre la empuñadura, comenzó a hablar sola.
—Monseñor, sería comprometido que nos vieran juntos —e hizo un coqueto gesto que resultaba ridículo, casi esperpéntico.
—Sí, Excelencia, usted sí puede llamarme Esmeralda. Será nuestro secreto —y parpadeó con exageración.
Sus ojos aún eran de un verde intenso.
—Oh, querido Presidente, cómo siento no
poder atender a su súplica —elevó la vara de ébano como si reconviniera
al inexistente personaje.
Después de acabar esta pantomima, se
recostó contra la pared con un aire fatigado, mientras las sombras
empezaban a avanzar por el solitario lugar. Julio no sabía qué hacer.
Marcharse o preguntarle a la señora si necesitaba ayuda. Parecía una
figura doliente, una Piedad con las manos vacías. De pronto, oyó el
ruido de una puerta al cerrarse y unos pasos que se acercaban.
Sobresaltado, vio avanzar a un hombre de mediana edad, con el pelo
canoso, un andar cansino y el uniforme azul de los guías del Palacio.
Todo en él desprendía un aire de vencimiento y resignación.
—Lo siento, madre, me he retrasado un poco.
La mujer se levantó con cierta
dificultad y se apoyó en el brazo del hijo. Al pasar por delante, siguió
con interés su conversación. Ella le decía que esperaba que esa noche
no hubiera cocido coles otra vez para la cena.
—No soporto ese olor —graznó.
Y el hijo, en un tono monocorde le
susurraba que no abusara con el numerito de la silla, y que dejara de
coger monedas de la colección para dárselas a los hombres que la subían.
Bastante suerte habían tenido, continuó abatido, con que les respetaran
el pequeño apartamento del servicio para seguir viviendo ahí.
Ella se detuvo, le miró con reprobación y tras un largo suspiro dijo.
—Esa escalera resume mi vida —y
golpeando el suelo alzó la voz—. No olvides nunca que los dueños,
durante siglos, hemos sido nosotros.
Y con una mueca de desprecio continuó sola su camino hasta perderse en las sombras.
© Cristina Vázquez
© Cristina Vázquez
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