El rápido velero con las negras
lonas al viento vino a carenar a la hermosa bahía. No había nadie en las
inmediaciones. Silencio y soledad. Bajaron unos diez hombres atentos al rumor
de pisadas, al roce de las hojas, por fin se convencieron de que estaban solos
y eso, de momento, era bueno.
Se hicieron las señales
convenidas y cada uno se dispuso a efectuar su trabajo. La quilla necesitaba de
algunos arreglos. Había que taponar las juntas con algodón o estopa impregnados
en alquitrán y como último recurso cambiar una de las grandes vigas de madera. El
pinar cercano ofrecía tranquilidad al respecto. Había que conservar en perfecto
estado las velas y aparejos, que unidos a un diestro manejo incrementaba la
velocidad. Otros tendrían que dedicarse a la caza y a la recogida de frutos.
El capitán observaba desde el
puente de mando. Uno de ellos fuerte, robusto, de andar recto como una columna,
escudriñaba los alrededores centrándose en el bosque. Con paso lento y seguro
se fue alejando. Era Patrick, su mejor rastreador. Al día siguiente saldrían a
la caza de hombres que con engaños o a la fuerza se convertirían en esclavos. Comenzó
a llover. Con la caída del sol hubo vítores, cada grupo había hecho lo que
tenía que hacer. El velero estaba listo para zarpar.
El explorador regresó con
buenas noticias, y a la amanecida fue coser y cantar hacerse con una docena de
hombres sanos y fuertes. Salieron de allí antes de que se diera la voz de
alarma. No estuvo mal la redada.
Solo cuando la noche les
cubrió se dieron cuenta de que Patrick, el adusto y eficaz irlandés, no estaba
en el barco. ¿Se habría caído al mar?, preguntaban sus compañeros escudriñando
las aguas. Era un magnífico nadador, imposible. Mientras, el capitán se mesaba
la barba, casi seguro de que aquel hombre al que tanto ayudó y admiraba se la
había jugado. Traidor. Eso era, un traidor.
‒Volveré y te mataré ‒juró
para sí mismo.
Patrick salió de su escondite
cuando oyó alejarse el barco. Debía largarse de inmediato de aquella zona de
dolor. Y su mirada se dirigió hacia las numerosas cuevas de aquella lejana
montaña que allá en lo alto parecían llamarle. Era el comienzo de una nueva
vida.
© Marieta Alonso Más
Muy bueno, Marieta.
ResponderEliminarNunca es tarde para responder. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo
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