La colonia de la abuela sabía
y olía a violetas. Todas las mañanas se sentaba ante el tocador frente a un
espejo ovalado. Deshacía y se volvía hacer aquel moño como un rodete en su
nuca. Como si fuera un ritual, despertaba justo en el momento, en que se ponía
unas gotas tras las orejas y el cuello. Dormía con ella y el sueño olfateaba su
fragancia.
A la hora del desayuno su
aliento denotaba el café con leche, el pan tostado con aceite, ajo picadito y una
pizca de sal, que se acababa de tomar. Ese era su desayuno. Sus manos, en
cambio, sí olían a pan de hogaza y chorizo casero, era por culpa de aquellos
bocadillos gigantes, que cortaba en tres trozos, para el almuerzo del niño.
El sendero que llevaba a la
escuela olía a alfalfa, a boñigas de vaca, a cagarrutas de cabras, a girasoles,
a jaras. Regresaba a comer y desde lejos sabía que el cocido castellano le
estaba esperando y la boca se le hacía agua, pensando en el momento del
pringue. Algo delicioso ese tocino con pan. Los días de fiesta la abuela hacía
bacalao, arroz y patata y de postre, leche frita o natillas que las tomaba con
la cuchara sopera y no con la de postre. Era muy pequeña.
Por la tarde, iban en busca
de leña y tenía que colocar muy bien los trozos en la leñera, la abuela pasaba
revista. Los amigos venían en su busca y dando patadas al balón llegaba la hora
de la cena: sopas de ajo y luego en una sartén con un poco de aceite, se
sofreían los garbanzos que habían quedado de la comida. Cuando veía que el pequeño se quedaba con
hambre le hacía una tortilla francesa ‒que no gustaba‒ o un par de huevos
fritos: ‒¡Abuela, qué rico! Luego al calor de la lumbre hacía sus deberes y a
la cama.
Esperaba despierto a que la
abuela viniera a acostarse a su lado. Cuando hacía alguna travesura, lo amenazaba
con que iría a dormir solo a su habitación. Y como por arte de magia volvía a
ser el mejor chico de la aldea. Desde que sus padres murieran, le daba miedo separarse
de la abuela, no se le fuera a ocurrir dejarle solo.
Nunca se durmió antes de que ella
se acostara. Su agua de violetas y el beso de buenas noches eran el preludio
para caer rendido y eso que de niño pensaba que dormir era una pérdida de
tiempo, cuando podría estar jugando en la era, con sus amigos.
© Marieta Alonso Más
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