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Pastelería Niza |
A todos los que,
a través de los últimos 12 meses,
dedicaron su preciado tiempo
a leer nuestros cuentos.
a través de los últimos 12 meses,
dedicaron su preciado tiempo
a leer nuestros cuentos.
A Ángel García
Desde hace cincuenta y cuatro años José,
después de almorzar, descansa un poco, y a eso de las siete se afeita,
se pone una camisa blanca, nada de modernismos, y el traje azul marino.
—¿Te falta mucho, Mercedes?
Apaga la luz y se dirige al cuarto de
estar. Busca un cigarro y se sienta en su ajado sillón. Esa noche, como
todos los 15 de octubre, cenan en el hotel en el que celebraron sus
esponsales. Bueno, todos no. Hubo uno en el que fueron a otro peor.
Aquel año no iban las cosas bien y pensó en ahorrar. Nunca más lo hizo.
Desde entonces guarda todas las monedas pequeñas que caen en sus manos, y
la víspera las cambia en la caja de ahorros, en donde, como siempre, y
sobre todo desde que hay ordenadores, lo espera el Director.
—Don José, pero, ¿ha pasado ya otro año? —él le sonríe—. ¡Me da usted una envidia!
Enciende el cigarro. Habían tenido cinco
hijos, todas niñas. Desde la segunda sabía que eran muchas, pero quería
un chico. ¡Qué emoción la espera en los partos! Ahora todo se sabía,
pero entonces… Con qué guasa le interrogaba su amigo el jesuita, cuando
iba al colegio a pedir plaza para el deseado hijo cada vez que ella se
quedaba en cinta.
—José, ¿ya nació?
—No, aunque esta vez seguro que es un chico. Lo presiento. Y sé que no me equivoco.
Y se equivocaba. Hasta que un día
Mercedes dijo que ya estaba bien y que ni una más. La comprendió, aunque
le hubiera gustado tener un hijo, un varón. Charlar con él de hombre a
hombre; ir juntos al fútbol. No se podía quejar, porque Anita siempre
estuvo dispuesta. ¡Ay!, esa Anita, tan díscola. La de lágrimas que hizo
llorar a su madre.
Algunos años fueron difíciles. Los
colegios, las universidades, dinero para zapatos, comida. Siempre le
asombró la manera en que Mercedes disfrazaba la carne. Merecería que la
nombraran cocinero de intendencia, pensó.
—Mujer, vamos, si tú estás guapa de cualquier manera.
Ahora todo era distinto. Ella también.
En sus ojos ya no brillaba aquel color azul casi transparente, ni su
talle era ligero, esbelto. Estiró los brazos y con un gran suspiro la
imaginó entre ellos. Todavía cuando la abrazaba, seguía sintiendo la
misma angustia, el mismo placer. Quizá ya sin arrebatos, sin locuras,
pero sin acabar de acostumbrarse a que fuera suya. Cuánto disfrutamos
juntos, y nuestros enfados... Esos, invariablemente acababan siempre
igual, ella riendo o llorando y él desnudándola.
Le dio una calada profunda al cigarro.
Ya sólo se enfadaba cuando lo abandonaba por los nietos. ¿Era posible
que fueran celos? No. Solo le gustaba tener tranquilidad. Dieciocho
nietos eran muchos.
—Pero mujer, ¿no ves que nos esperan en el hotel? Se está haciendo muy tarde.
No le contesta. Se levanta y se pone
una copa. El que hiciera como que no le oía, era algo que no podía
soportar. Aunque con los años se había ido acostumbrando. Cerró los ojos
antes de dar un sorbo de coñac.
Desde la puerta Mercedes le sonríe. Al
verlo levantar la cabeza, gira sobre los zapatos de gruesos y bajos
tacones. La gasa de la falda se eleva mostrando la piel flácida y
celulítica de sus muslos blancos.
—¿No voy un poco ridícula con este
vestido tan juvenil? No sé por qué hago caso a las niñas —un mohín se
dibuja en sus perfilada y hermosa boca.
El anciano se levanta y la coge por los codos. Acercándose, la besa.
—Estás más linda y más joven que hace cincuenta y cuatro años.
—Mentiroso. Anda, vamos —se le enrojecen las mejillas.
Lo coge del brazo y muy juntos cierran la puerta.
En el ascensor vuelve a besarla. Ella,
coqueta, se mira en el espejo. Él cierra los ojos perturbado. La imagen
de una joven de ojos azules vestida de blanco, asomándosele los rizos
entre pliegues de tul, lo conmueve. El ascensor sube despacio. José
vuelve a mirar al espejo y ve a la anciana que trémula, sonríe
acariciando en el cristal su mejilla. La abraza. Él, como cincuenta y
cuatro años atrás, siente que le invade el deseo.
© Malena Teigeiro
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