Hacía
tres días que todos le ignoraban. No era un vecino modelo, había hecho sus méritos
para que no se atrevieran a bajar con él en el ascensor, ni darle palique. Y él
había disfrutado cultivando ese temor día tras día, envolviendo en una bruma de
ponzoña aquel edificio antiguo, de techos altísimos y escaleras de madera, aliados
perversos que amplificaban el golpeteo de sus botas desgastadas, que, como las
cadenas de un fantasma, anunciaban su presencia.
Tal
vez cruzó la línea que convierte a los corderos en lobos el día en el que casi
se carga a la vecina del tercero. ¿Cómo iba a saber que la vieja estaba tan
cascada como para romperse la cadera? Ni que él tuviese Rayos X en los ojos
para ver sus huesos carcomidos.
Todo
el mundo estaba muy raro, arrugando la nariz al pasar por delante de su puerta.
¿A qué venía eso ahora? La última vez que echó una meada en el portal fue por Año
Nuevo, y de eso hacia ya… mucho tiempo.
Había
cumplido con la justicia y quería empezar de nuevo, pero no lo lograba. Algo se interponía, tiraba de él para
llenarle de mierda hasta las orejas: si no era la avaricia, era la amargura; si
no era la lujuria, era la soledad. O el poli de turno para preguntarle en qué
andaba metido. ¡En vivir decente!; como si con eso no tuviera bastante.
Los vecinos
pululaban a su alrededor, sin mirarle siquiera, con los ojos fijos en un punto
y allí se dirigió él. Recorrió el pasillo de su casa, era largo y estrecho,
oscuro, con las paredes viejas y sucias, la pintura desportillada, los trozos
de papel arrancado le acariciaron los hombros y pensó que eran más amables que
muchas personas que habían pasado por su vida.
Oyó una
arcada y tras una orden de un tío con uniforme, que no sabía qué pintaba allí, la
gente fue apartándose y entre los huecos que iban dejando pudo ver unos pies,
de uñas astilladas, renegridas, que se balanceaban pesadamente, al compás de un
pantalón sucio, con el botón de la cinturilla a medio abrochar, que dejaba ver
una cicatriz atravesando una barriga consumida, franqueada por unos brazos flotantes,
largos y velludos, que salían de un pecho de piel cenicienta.
Al
alzar la mirada descubrió una cabeza colgando de una soga. ¡Un tío se había
ahorcado en mitad de su salón! Fue entonces cuando la verdad le hizo
tambalearse. Algo no andaba bien. El corazón debería martillearle en el pecho,
las gotas de sudor recorrerle la frente y los temblores sacudir sus manos.
Pero, claro, eso solo ocurre cuando no tienes una cuerda alrededor del cuello,
ni tu cuerpo sin vida sirve de escaparate para tus vecinos.
Su
último recuerdo le golpeó con fuerza y su alma murmuró:
—¡Vaya, lo había olvidado!
© Blanca
de la Torre Polo
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