jueves, 19 de septiembre de 2019

Liliana Delucchi: Amigos





Para Marcello





La curiosidad mantuvo despierto a Miguel hasta más allá de las once. Con la casa en silencio, únicamente el ruido de las olas atravesaba los postigos abiertos de esa noche de verano. Se calzó las zapatillas y, evitando los escalones más viejos, descendió hasta la cocina y luego a la playa.
Sus compañeros de juego ya habían partido. Con los libros a cuesta y la eternidad del curso en mente, se despidieron del “niño de las piedras”, como llamaban a Miguel por su obsesión de coleccionar desde cantos rodados a caracolas. Ninguno de ellos fue capaz de penetrar en su secreto, no es que lo escondiera por hacerse el misterioso, le parecía tan simple su afición que le daba vergüenza confesarla. ¡Las recogía para hacer dibujos sobre la arena húmeda cuando la marea bajaba!

“Ya estamos solos”, le dijo a la luna mientras empezaba a quitarse el pijama y cavar un foso. Desnudo, se introdujo en su cama amarilla y se quedó mirando las olas. En cuanto empiece a dormirme, vendrá. A él también le gusta la noche, es cuando ve mejor. A pesar de sus esfuerzos, el sueño no llegaba y sus piernas se iban enfriando. Un ruido de ramas lo puso alerta y a los pocos minutos sintió la presencia de un cuerpo caliente a su lado y casi al instante el ronroneo que cada noche era su canción de cuna.

Lo había descubierto en los médanos unos días atrás, pequeño y peludo, con unas rayas grises y negras alrededor del pecho blanco, emitía un maullido casi imperceptible. En casa no lo quisieron, ya tenían bastante con dos perros como para adoptar un gato. Pero Miguel no podía dejarlo, robaba comida y leche de la cocina y le construyó una cuna a partir de un cesto que habían olvidado en el trastero. El cojín lo sacó de su propia habitación, no lo echarían en falta.
Nunca había tenido una mascota, ni a nadie a quien cuidar. Último vástago de una familia numerosa con hermanos que le llevaban más de diez años, había recorrido la infancia sin más amigos que los que iban a pasar las vacaciones a esa aldea de pescadores y que, a pesar de sus promesas de escribirle, nunca lo hacían.

Desde septiembre hasta junio las piedras eran sus únicas compañeras y cuando empezaba el buen tiempo, cada noche de luna se acercaba a la playa para formar con ellas dibujos a los que ponía nombres de constelaciones. Hasta ahora, que esa bola de pelo lo acompaña donde sea y se sienta junto a él para mirar cómo forma estrellas con los guijarros. Una madrugada lo acompañó hasta su casa, el niño lo hizo pasar y juntos se metieron en la habitación. ¡Maldita Virtudes! En su afán de limpiar encontró al gatito y dio la voz de alerta. El resultado fue que tuvo que devolverlo a los médanos. Y así, durante un tiempo siguieron los encuentros secretos con la luna, las piedras y el felino, hasta que el arrullo del mar los dormía.

Pero el invierno no perdona y una mañana despertó con tanta fiebre que no pudo ir al colegio, ni ese día ni el siguiente. En sus delirios llamaba a su compañero peludo y lloraba la soledad de los dos. Cuando despertó al tercer día, su madre, sentada en una silla junto a la cama, sonrió y le entregó una bolsa con piedras, entonces el niño estiró la mano y encontró el cojín que había llevado a los médanos y allí, ronroneando, un ser lanudo que le daba calor.

— Te traje a tus amigos. Ya no tendrás que bajar a la playa.




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