Para Marcello
La curiosidad mantuvo despierto a Miguel
hasta más allá de las once. Con la casa en silencio, únicamente el
ruido de las olas atravesaba los postigos abiertos de esa noche de
verano. Se calzó las zapatillas y, evitando los escalones más viejos,
descendió hasta la cocina y luego a la playa.
Sus compañeros de juego ya habían
partido. Con los libros a cuesta y la eternidad del curso en mente, se
despidieron del “niño de las piedras”, como llamaban a Miguel por su
obsesión de coleccionar desde cantos rodados a caracolas. Ninguno de
ellos fue capaz de penetrar en su secreto, no es que lo escondiera por
hacerse el misterioso, le parecía tan simple su afición que le daba
vergüenza confesarla. ¡Las recogía para hacer dibujos sobre la arena
húmeda cuando la marea bajaba!
“Ya estamos solos”, le dijo a la luna
mientras empezaba a quitarse el pijama y cavar un foso. Desnudo, se
introdujo en su cama amarilla y se quedó mirando las olas. En cuanto
empiece a dormirme, vendrá. A él también le gusta la noche, es cuando ve
mejor. A pesar de sus esfuerzos, el sueño no llegaba y sus piernas se
iban enfriando. Un ruido de ramas lo puso alerta y a los pocos minutos
sintió la presencia de un cuerpo caliente a su lado y casi al instante
el ronroneo que cada noche era su canción de cuna.
Lo había descubierto en los médanos unos
días atrás, pequeño y peludo, con unas rayas grises y negras alrededor
del pecho blanco, emitía un maullido casi imperceptible. En casa no lo
quisieron, ya tenían bastante con dos perros como para adoptar un gato.
Pero Miguel no podía dejarlo, robaba comida y leche de la cocina y le
construyó una cuna a partir de un cesto que habían olvidado en el
trastero. El cojín lo sacó de su propia habitación, no lo echarían en
falta.
Nunca había tenido una mascota, ni a
nadie a quien cuidar. Último vástago de una familia numerosa con
hermanos que le llevaban más de diez años, había recorrido la infancia
sin más amigos que los que iban a pasar las vacaciones a esa aldea de
pescadores y que, a pesar de sus promesas de escribirle, nunca lo
hacían.
Desde septiembre hasta junio las piedras
eran sus únicas compañeras y cuando empezaba el buen tiempo, cada noche
de luna se acercaba a la playa para formar con ellas dibujos a los que
ponía nombres de constelaciones. Hasta ahora, que esa bola de pelo lo
acompaña donde sea y se sienta junto a él para mirar cómo forma
estrellas con los guijarros. Una madrugada lo acompañó hasta su casa, el
niño lo hizo pasar y juntos se metieron en la habitación. ¡Maldita
Virtudes! En su afán de limpiar encontró al gatito y dio la voz de
alerta. El resultado fue que tuvo que devolverlo a los médanos. Y así,
durante un tiempo siguieron los encuentros secretos con la luna, las
piedras y el felino, hasta que el arrullo del mar los dormía.
Pero el invierno no perdona y una mañana
despertó con tanta fiebre que no pudo ir al colegio, ni ese día ni el
siguiente. En sus delirios llamaba a su compañero peludo y lloraba la
soledad de los dos. Cuando despertó al tercer día, su madre, sentada en
una silla junto a la cama, sonrió y le entregó una bolsa con piedras,
entonces el niño estiró la mano y encontró el cojín que había llevado a
los médanos y allí, ronroneando, un ser lanudo que le daba calor.
— Te traje a tus amigos. Ya no tendrás que bajar a la playa.
Un cuento tierno y bonito.
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