domingo, 19 de enero de 2020

Liliana Delucchi: Magia potagia


Entradas agotadas, reza una banda que atraviesa el cartel que anuncia la actuación del Mago Clemente. Satisfecho, el manager entra en el camerino de un joven que se está poniendo la pajarita, y que de reojo lo mira, lo estudia. Son aliados, pero no amigos…, cosas que nos da la vida sin pedirlas, pero que ahí están, tan intangibles como el polvo que nos rodea y que solo vemos a través de ese rayo de sol que entra por la ventana.
—Éxito total— dice el hombre mayor, mientras saca del bolsillo de su frac un reloj de oro —lo has logrado, nos haremos ricos.
Lo sabía desde el momento en que lo descubrió, con ese ojo que sabe ver lo que otros no vislumbran.
—Hazme caso, muchacho, y la vida te dará todo lo que le pidas.
El otro mantiene un silencio apenas roto por las gárgaras para hidratarse la garganta; un ligero temblor en las manos y el parpadeo de sus pestañas inducen al agente a abandonar el lugar, no sin antes recomendarle que se dé prisa, que solo faltan cinco minutos y que atrapará por completo al público con el número final de las estrellas que salen de la manta.
No es un truco, piensa Clemente, es magia de verdad.
Se lo había enseñado su abuela Tina, en la playa, hace ya muchos años, cuando él era un niño y corría por la orilla levantando el agua. Como estrellas, decía la anciana.
Sentada en una silla de mimbre, la mujer hunde los pies en la arena tibia. Un par de viejos vestidos floreados de algún algodón barato son su uniforme. Vive parcamente, como suelen hacer aquellos que ya no se han de quedar mucho tiempo. Solo es pródiga con los niños, sus niños. Ellos son su puente, el nexo de unión que aún la retiene.
A lo lejos, el mar devoraba la luz del atardecer mientras tímidas olas lamían la orilla. Es la hora de los juegos y ellos corren arrastrando gotas que parecen perseguirlos. El mar era consentidor de aquellas diversiones y apenas interrumpía con el rumor de olas, sus risas y gritos. Ella estira la mano y, a pesar de la distancia, parece acariciarlos. En eso se ha convertido su vida: en algo lejano, donde apenas caben algunas satisfacciones que los años espacian a voluntad.
Quedan pocos días, piensa, pronto volverán a sus casas, al colegio y tendré que esperar al próximo verano para disfrutar de su inocencia. Y, ¿tendré ese tiempo necesario para volver a verlos? Pero, la sola visión de sus nietos corriendo por la playa, disipa las nubes en su mente. “Ellos son, yo ya fui y así debe ser” repite a modo de salmodia.
Un picnic de despedida. Es lo que va a organizar, un picnic de despedida en la playa. Contará con la ayuda de su asistenta, esa mujer gruñona que, aunque se queja de que los nietos de su ama le dan mucho trabajo, también los echará de menos.
—Nos quedamos tan solas durante el invierno, Señora. —Como siempre las palabras eran pocas, pero las miradas…, las miradas lo decían todo. Eran ese vínculo silencioso, omnisciente, que por momentos las unía y en otros… Mucha vida había transcurrido entre ellas, habían sufrido pérdidas y alegrías, habían vivido.
Las cestas han quedado vacías. Estos niños lo devoran todo. Claro, con la energía que gastan. Tina no deja de mirarlos. Sus imágenes atraviesan los párpados entreabiertos y los cierra con fuerza, para retenerlas, para que no se vayan cuando los deje en la estación con las recomendaciones de siempre: “Estudiad, sed buenos y obedientes y no olvidéis rezar todas las noches.”
Clemente vuelve hacia donde está la anciana y se sienta en el suelo.
—¿Sabes, abuela? Yo seré mago y cuando sea famoso vendré a buscarte y recorremos mundo, como hacías con el abuelo. Iremos a París y a Egipto y a los mares del Sur. Ya lo verás, de verdad. Y así tendremos historias que contar a mis hermanos, sobre todo a Pedro, que es tan aburrido.
Ella recuerda los trucos que su difunto marido les enseñaba durante las noches, antes de mandarlos a la cama con un libro. Monedas que aparecían detrás de las orejas, globos que salían de los floreros, copas que caminaban sobre el mantel de hilo.
—Anda, déjate de tonterías y ayúdame a recoger. Pon los cubiertos y las servilletas dentro de las cestas y luego, tú desde una punta y yo desde la otra, sacudiremos la manta.
Era de algodón, y las rayas azules y moradas parecieron saltar al cielo cuando entre los dos la levantaron. Arriba y abajo, arriba y abajo y, de pronto, un montón de estrellas diminutas quedaron suspendidas en el aire, en una cúpula que daba brillo a sus caras.
Paralizado, el niño extiende el brazo para coger un puñado de ese polvo brillante. Mira a la anciana, que sonríe.
— Éste es mi verdadero regalo de despedida. Y no es un truco, pequeño aspirante a mago. Llévate la manta y, cuando me eches de menos, despliégala y cúbrete de estrellas.
El tiempo transcurrió sin prisas. Los días se convirtieron en meses y estos en años. ¿Quedaba algo de aquel niño que corría por la playa? El público, de pie, aplaude a Clemente. Sus cabezas giran mirando el techo del teatro, donde miles de luciérnagas vuelan como en una noche de verano. Entre la gente, el joven cree ver una cara redonda y blanca, de generosa sonrisa y orgullo en el pecho. Sus ojos quedan fijos en la imagen y susurra: “Es todo tuyo, Tina”. Le lanza un beso, hace una reverencia y desaparece entre bambalinas.


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