viernes, 31 de julio de 2020

Agustín de Hipona: «Si precisas una mano, recuerda que yo tengo dos».









Máximo pensador del cristianismo del primer milenio, es junto con san Jerónimo, san Gregorio y san Ambrosio, uno de los cuatro Padres de la iglesia latina.  Nació en Tagaste una localidad cercana a Cartago, y murió en Hipona el 28 de agosto de 430 durante el sitio al que los vándalos de Genserico sometieron la ciudad. Su cuerpo fue trasladado hacia 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en techo de oro, donde reposa hoy.

Autor prolífico, dedicó gran parte de su vida a escribir sobre filosofía y teología, siendo Confesiones y La ciudad de Dios sus obras más destacadas. En su búsqueda incansable de respuesta al problema de la verdad, Agustín pasó de una escuela filosófica a otra sin que encontrara en ninguna una verdadera respuesta a sus inquietudes, hasta que el obispo Ambrosio le ofreció la clave para interpretar el Antiguo Testamento y encontrar en la Biblia la fuente de la fe. La lectura de los textos de san Pablo fue clave en su conversión.

Se anticipa a Descartes al sostener que la mente, mientras duda, es consciente de sí misma: si me engaño, existo.

Expresa de manera paradójica la perplejidad que le genera la noción de tiempo: «¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Sí debo explicarlo ya no lo sé». "Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido?”. (Confesiones, XI, XXVI, 33)

La ciudad de Dios es una obra teológica pero también de profunda filosofía. Desde la creación coexisten la «ciudad terrenal», volcada hacia el egoísmo; y la «ciudad de Dios», volcada en el amor a Dios y la práctica de las virtudes, en especial, la caridad y la justicia.  

Le interesaba especialmente el problema del mal atribuido a Epicuro, quien había afirmado: «Si Dios puede, sabe y quiere acabar con el mal, ¿por qué existe el mal?». Este hecho fundamental se convierte en un argumento contra la existencia de Dios, todavía usado por ateos y críticos de las religiones. Agustín dio varias respuestas a esta cuestión en base al libre albedrío y la naturaleza de Dios:

Dios creó todo bueno. El mal no es una entidad positiva, luego no puede «ser», como afirman los maniqueos. Para Agustín, el mal es la ausencia o deficiencia de bien y no una realidad en sí misma. Toma esta idea de Platón y sus seguidores, donde el mal no es una entidad, sino ignorancia.

Argumenta que los seres humanos son entidades racionales. La racionalidad consiste en la capacidad de evaluar opciones por medio del razonamiento y, por consiguiente, Dios les tuvo que dar libertad por naturaleza, lo que incluye poder elegir entre bien y mal. Esto se le conoce como la defensa del libre albedrío. Sugiere que observemos el mundo como algo bello. Aunque el mal exista, este contribuye a un bien general mayor que la ausencia del mismo, así como las disonancias musicales pueden hacer más hermosa una melodía. ​

Para san Agustín el amor es una perla preciosa que, si no se posee, de nada sirven el resto de las cosas, y si se posee, sobra todo lo demás.

«Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz, no puede brotar sino el bien».​

Como para otros Padres de la Iglesia, para Agustín de Hipona la ética social implica la condena de la injusticia de las riquezas y el imperativo de la solidaridad con los desfavorecidos. San Agustín era insistente en la idea de justicia. 

Defendió asimismo el bien de la paz y procuró promoverla. Acabar con la guerra mediante la palabra y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra es un título de gloria mayor que matar a los hombres con la espada.

En Sobre la mentira, clasificó las mentiras como dañosa o jocosa, y distingue al mentiroso, quien disfruta con la mentira; del embustero el que lo hace en ocasiones sin querer o para agradar. Al igual que Kant, no considera lícito mentir para salvar la vida de una persona. ​

Tumba de san Agustín en Pavía

La muerte no es el final


La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado. Yo soy yo, vosotros sois vosotros. Lo que somos unos para los otros seguimos siéndolo. Dadme el nombre que siempre me habéis dado. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho.

No uséis un tono diferente. No toméis un aire solemne y triste.
Seguid riendo de lo que nos hacía reír juntos. Rezad, sonreíd, pensad en mí. Que mi nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, sin énfasis de ninguna clase, sin señal de sombra.

La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha cortado.
¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente? ¿Simplemente porque estoy fuera de vuestra vista? Os espero; No estoy lejos, sólo al otro lado del camino. ¿Veis? Todo está bien.

No lloréis si me amabais. ¡Si conocierais el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudierais oír el cántico de los Ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si pudierais ver con vuestros ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudierais contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen!

Creedme: Cuando la muerte venga a romper vuestras ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban y, cuando un día que Dios ha fijado y conoce, vuestra alma venga a este Cielo en el que os ha precedido la mía, ese día volveréis a ver a aquel que os amaba y que siempre os ama, y encontraréis su corazón con todas sus ternuras purificadas.

Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás.

Agustín de Hipona


(Cuarta carta, en la que escribe a su hermano Sapidas, que a pesar de que ha muerto todavía está allí…)


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