sábado, 1 de agosto de 2020

Amantes de mis cuentos: Cartas de ayer


La fuerte brisa que habría recorrido miles de kilómetros hizo que la falda de Grizel se acampanara y luego se alzara enseñando más de lo debido. Miró a los lados, volvió la cabeza hacia atrás, y respiró tranquila. Aunque no habría podido hacer nada, tenía los brazos ocupados en sostener una ristra de cartas encontradas en el desván de la casa de los abuelos, en el fondo de un viejo baúl cubierto de polvo, le alegró que su diminuto tanga malva no fuera del dominio público.
Al llegar a su apartamento, desparramó las cartas sobre la mesa de la cocina, y se preparó un café con leche bien caliente. Poniéndose cómoda en su sillón favorito, se dispuso a transgredir una de las tantas leyes maternas: No leer cartas ni diarios ajenos.
Tomó una al azar. Miró las otras. Le llamó la atención que en todas hubieran estampado un sello con letras rojas: Devolver al remitente. Destinario desconocido.
¡Pero qué chambona eres, hija mía!, hubiese dicho su madre si viviera. Y fue colocando los sobres por fechas como si se lo hubiese ordenado. Luego con un estilete los abrió, cada uno contenía una sola hoja.
La primera, firmada por Gloria, una hermana de su abuela, iba dirigida a Rodrigo; la segunda, también, lo mismo la tercera. Así hasta llegar a una treintena. Todas con la misma letra y el mismo encabezamiento: Una apasionada declaración de amor.
Lo conoció con dieciocho años en las fiestas patronales y después del primer baile ya no hubo más hombre que él. Los festejos duraron tres días, tres maravillosos días.
Grizel se quedó patidifusa. No te aturdas sigue leyendo, se animó:
«No sé lo que ha podido suceder. Tus cartas me son devueltas. Me duele que no haya llegado a ti la maravillosa noticia que debo darte, que no es otra que llegando a la sazón del embarazo solo me quedará alumbrar a esa deliciosa criatura, fruto de nuestro amor.»
La releyó en voz alta y sin querer, al hacerlo se le trababa la lengua, porque ahora tenía plena conciencia de la razón de aquella triste historia que su madre le contaba: Siendo niña, la obligaron a posar un beso en la frente de su tía Gloria que le supo a hielo… Y fue cuando comprendió que estaba muerta, que ya no volverían a pasear por el parque tomada de su mano, ni irían a recoger moras para hacer mermelada, ni jugarían con las mariquitas que encontraban en el jardín.
Se quedó pensativa. Su madre nunca más se acercó a un ataúd. No era de extrañar. Y mirando hacia el cielo preguntó:
¿Hubo alguna otra razón, mamá?
Y Grizel volvió a colocar cada carta en su sobre.

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