A la abuela Catalina le
gustaban los ventalles y sabía hacer muy buen uso de ellos. Me instruía acerca
de su lenguaje. A la sombra de un abanico se pueden decir muchísimas cosas, hasta
se puede servir al amor, confesaba. A través de él la abuela me contaba cuentos.
De niño no me gustaban las tormentas.
Veía el relámpago y corría hacia ella escondiendo mi cabeza en su cuello,
contando los segundos que tardaba en sonar el trueno. Entonces me cubría con su
pericón, mientras rezaba una Salve para que no me ocurriese nada malo.
A cada nieto le dejó uno en
herencia. Pero, el mío, en vez de usarlo como ventilador o instrumento de
conquista, lo coloqué bien abierto y enmarcado en mi despacho.
Siempre disfruté de la
compañía y conversación de mi Nana. Fue mi maestra preferida. Mi gran
consejera.
Que espabilara, decía, que
los jóvenes cada vez teníamos más años, y que sin darse uno cuenta, llegaría a
esa edad que no tiene vuelta de hoja, esa en la que el aire carente de
esqueleto se cuela entre la ropa y hace tiritar para luego llegar a la
neumonía, esa enfermedad que había sido la causante de tantas muertes de nuestra
familia.
Que me alejara de los cabecillas,
líderes, adalides, que ninguno era de origen trabajador, ni habían pasado
necesidades, que me iban a utilizar de escalera para trepar en busca de poder y
dinero. Y es que yo, a mis diecisiete años, creía que podía cambiar el mundo.
Me sentía una especie de Hércules por lo musculoso y alto que era. Con pasión le
hablaba de mis derechos, y ella me recordaba que también existían los deberes.
Que no fuera a imitar a esos
que se pasaban las mañanas durmiendo, las tardes en bares y las noches haciendo
hijos. Que debía trabajar, hacer deporte, que no me acercara a los alucinógenos.
‒No quiero que seas tu mejor
enemigo ‒y enarbolando la aguja de tejer como si fuera una espada, me
amenazaba.
De su boca solo salían
palabras serias con alegres sonrisas. Recuerdo aquellos largos días de estío en
que se abanicaba con ímpetu sentada en su mecedora y con un libro de recetas de
cocina en su regazo. Tuvo dieciocho nietos a los que alineaba por orden de
estatura y les pasaba revista como soldados ante la reina. Luego comprobaba si
se habían lavado detrás de las orejas. Durante muchos, muchos años he vivido
conforme a sus consejos.
Hoy estoy en la cama de este
hospital, con todos los síntomas habidos y por haber de un virus del que no
quiero saber el nombre. Sé que estoy agonizando, pero me voy tranquilo. He
inculcado a mi familia su Ley de vida. Y aunque no pueda despedirme de ellos, no
hace falta, buscarán mi amado abanico y podrán airear todo el amor que les dejo.
© Marieta Alonso Más
Una delicia de lectura, gracias, muy bello cuento
ResponderEliminarGracias a usted por leerme. Un saludo afectuoso
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