Los primeros recuerdos que tengo de mi padre son los de un
hombre mayor, soy la pequeña de ocho hermanos y, cuando yo nací él debía tener
cuarenta y tantos. Viene a mi memoria alto y fuerte, con un poco de barriga.
Siempre con el sombrero puesto en invierno y en verano. Cuando se lo quitaba en
la iglesia ya era bastante calvo, pero aún peinaba unos pelillos ralos
intentando disimular la calva. Era muy presumido, y en sus idas y venidas,
cuando deambulaba por la casa, se miraba en un trozo de espejo, que había
incrustado en la pared del patio, encima de un palanganero, donde se lavaban
mis hermanos cuando venían del campo. Lo recuerdo en verano en mangas de camisa
y con la chaqueta al hombro. En invierno con la pelliza, «canadiense» la llamaban,
a mí me daba mucho gusto que me arropara con ella, en las noches frías de
invierno, cuando iba a buscarlo al casino para cenar.
Mi padre leía constantemente y siempre en voz alta. Más
que leer declamaba, leía en el cocedero en invierno en el patio en verano y
hasta en la plaza en el pueblo, en una escalerilla donde se sentaban los
viejos. Leía muy deprisa y, a veces, no le daba tiempo a pronunciar las
palabras, entonces simplemente decía: Ta, ta, ta, o La, la, la, la para mi
desesperación, pues yo seguía el argumento y me quedaba a medias. Había en casa
un libro viejo que tenía las tapas de pergamino, debió pertenecer a mi
bisabuelo Manuel «La perfecta casada» de Fray Luís de León y muchas novelas del
Oeste, estas eran, principalmente, las lecturas de mi padre.
Tenía una filosofía de la vida que justificaba el no hacer
nada, bueno aparte de leer, ir por las mañanas con amigotes a tomar copas de
aguardiente y por la tarde a jugar a las cartas al casino. Su filosofía consistía
en pensar que ningún rico alcanzaría el reino de los cielos y en que Cristo era
pobre, nació en un pesebre y lo remataba con: «El que hace obra el dinero le
sobra» lo que explicaba que el pajar estuviera sin techo durante años y mis
hermanos acarreando la paja en sacos de casa de mi tío.
No había nunca dinero en casa, pero cosa curiosa, a él
nunca le faltaba para sus pequeños vicios de fumar y beber y cada año se iba a
Toledo a comprarse un traje, unos zapatos y, cómo no, un sombrero nuevo. Mi
madre, la pobre hacía malabares y pedía dinero prestado a quien se lo podía
prestar, que era mi tía Dorotea, la hermana rica a la que siempre recurría. Por
otra parte, debíamos dinero a todos los proveedores a los que no se pagaba
hasta que no se recogía la cosecha: al sastre, zapatero, herrero, carpintero, y
la tienda de comestibles, a donde yo iba a comprar de fiado.
Cuando mi madre se puso enferma, él siguió haciendo su
vida normal. Mi hermana, la mayor, se
hizo cargo de la casa, es decir, de todo lo que antes hacía mi madre, entre
otras cosas proveer de dinero cuando no había. Mis tías, que iban cada día a
ver a su hermana la aconsejaban y ayudaban en todo incluso se llevaban ropa a
casa para zurcir. Mi casa que hasta entonces había sido sitio de encuentro para
los amigos de todos mis hermanos y míos, se volvió un poco triste, se hablaba
en sordina con medias palabras delante de los pequeños. Mi madre tenía
leucemia, enfermedad que no se curaba entonces, y los mayores sabían que iba a
morir, pero los pequeños ni siquiera lo imaginábamos. Mi padre estaba mohíno,
entrando y saliendo de la casa como siempre, haciendo el mismo recorrido:
entraba en el portal ponía los dedos en el Ecce Homo y se los besaba, salía al
patio y se miraba en el espejo incrustado en la pared, echaba de comer a las
perdices y salía y, vuelta a empezar. Mi madre estuvo pendiente de él hasta el
último momento, para ella, en aquel entonces, era un hijo más.
Cuando murió mi madre, guardó luto por un tiempo, en vez
de ir al bar o al casino iba a cazar o ver crecer las cosechas. Yo estaba
contenta con este comportamiento creyendo que así sería para siempre, pero me
equivoqué, pronto volvió a las andadas. Cuando empalmaba las copas de
aguardiente de las mañanas con la comida, teníamos puñetazos en la mesa. Yo
sufría con esto y en el recreo me acercaba a casa para ver si había llegado y
dormía en su habitación la «siesta del carnero». Si no lo veía sabía que a la
hora de comer teníamos bronca, seguro.
Tantas fueron las deudas y el dinero prestado por mi tía
que al final se acordó pagarle con una tierra. Por no sé qué razón, la tierra
con la que efectuaron el pago pertenecía a mi padre y antes a los padres de mi
padre. Esto fue un duro golpe para él y siempre salía a colación cuando se
emborrachaba y daba puñetazos en la mesa.
Mi padre siempre fue bien considerado en el pueblo, hasta
el punto, de hacer de «hombre bueno» y mediar en los conflictos. Era campechano
y popular, pero nunca tuvo la empatía de mi madre para ver las necesidades de
la gente y remediarlas si podía. Él no tenía los pies en el suelo siempre
estaba en las nubes.
De su juventud no sé mucho. Mi abuela, a la que no conocí,
era una beata, cuando murió quiso dejar todo su patrimonio a los curas y
monjas, mi abuelo, con buen criterio se lo impidió. Mi padre llevo una vida de
señorito de pueblo. Era bastante guapo como lo atestiguan las fotografías y sé
que mi madre estuvo muy enamorada de él desde muy pequeña, hasta el punto, de
que cuando ella estaba en un colegio en un pueblo de al lado, tenían ambos una
hora para mirar la luna, los dos a la vez. A mi madre, de mi padre le gustaba
hasta el nombre. Siempre se vanagloriaba del nombre de Eduardo, el mismo que el
de los reyes de Inglaterra, decía.
© Socorro
Gonzalez-Sepúlveda
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