La calle cortada era la perfecta
antesala de un comercio que solo unos pocos conocían. Por allí nadie paseaba.
La oscuridad que los altos edificios proveían al acceso no alentaban el
tránsito de curiosos. Un peatón, con paso decidido, encaró el callejón.
-¡Estoy ansioso por verla! –Dijo el
hombre enfundado en una chaqueta de tweed, no más traspasar la puerta. Su
aspecto evocaba más a un propietario de fincas, que un intelectual.
-Buenas tardes… ¿Qué ocurre, ya no se
saluda? –Contestó e interrogó a la vez el librero, levantando la vista de un
texto. Sus movimientos pausados por la acción del tiempo y el tedio, nacido de
la soledad en la repetición diaria de una vida que había perdido el interés por
todo. Era tan viejo como sus ropas, gafas e indefinido mirar.
-Sí, sí. Perdón. No lo puedo creer…
He estado pensando y lo más factible es que sea apócrifa…
-¡A ver si nos ponemos de acuerdo! –Dijo
Ladislav Bornak acomodándose las gafas-. Desciendo de una saga de libreros
polacos de más de doscientos años en un mismo sitio, la librería de la plaza
del Castillo en Varsovia. El único motivo para abandonarlo: El avance alemán. Hace
cuarenta años que comercio con todo tipo de elementos o cosas impresas. He
tenido verdaderas joyas… Fui yo quien vendió a Sotheby el Catholicon, escrito por Juan Balbi en el siglo XIII e impreso por
el mismo Gutenberg en 1460. ¡Yo descubrí la mejor falsificación del Ars Minor de Aelius Donatus! Por lo
tanto, no me digas idioteces. Si digo que es auténtica, simplemente lo es.
Un silencio los envolvió. El doctor
Alvear, luego de una somera revisión a los anaqueles, sonrió. Fue en ese instante
cuando sus ojos la descubrieron.
Antes de reiniciar las conversaciones
de paz, tomaron asiento a modo de distender un poco la atmósfera. Más de veinte
años los unían… O ¿desunían? En dicho lapso, la compra, venta o canje fueron el
sino de muchísimos libros y siempre era igual. Primero: Una discusión sobre la
autenticidad del ejemplar, luego el precio o las condiciones de un posible trueque.
-Bien, hemos cumplido con la primera
parte del ritual –expresó Alvear abriendo las manos-. ¿Qué te parece si me sirves
un coñac y vemos esa maravilla?
Bornak asintió y, golpeándose las
rodillas con ambas manos, se puso en pie. Abrió un pequeño armario, extrajo dos
copas junto a una botella de cristal oscuro, esmerilado.
En tanto el librero servía la bebida,
Alvear no pudo con su genio.
-¿Qué tienes ahí, sobre el estante?
–Preguntó señalando una tablilla, como al pasar. Nunca dejaba entrever su
verdadero interés o, al menos, eso creía.
-Nada… ¡Nada! Es una copia, la compró
un amigo en el Louvre… Enuma Elis... Eso es –acto seguido la guardó en un cajón
del escritorio. El malestar de Bornak intrigó en sobremanera al doctor, quien
tenía ojos para una cosa. Su curiosidad era manifiesta. Miraba todo, pero sin ver. Con un acto reflejo estiró el cuello intentando vislumbrar algo más, no
obstante, la altura del anaquel, poco apropiada, la escondía.
-¿Puedo verla? Siempre me han gustado
las tablillas o Tuppu en acadio –en
un gesto inconsciente, se cogía a la silla con ambas manos. “Estás interesado,
tu gesto te delata” pensó Bornak-. O si prefieres –prosiguió Alvear- en sumerio,
Dubb. Pues…
-¡Te lo he dicho, es una copia de un
registro de Sussa! –contestó de mala gana, mirándolo a los ojos.
-Creí haberte escuchado decir que se
trataba del poema babilónico Enuma Elis, “Cuando en lo Alto” en la lengua de
Cervantes.
-¡Bah! –El disgusto se acentuó en el
rostro de quien movía la cabeza de un lado al otro.
-La tablilla de arcilla después del
libro oral y las representaciones rupestres, quizás, son las manifestaciones
más antiguas en la transmisión de…
-Oye, ¿te interesa la xilografía
flamenca? –Interrumpió el vendedor-. Si
no te interesa, llamo a otro cliente.
-No, no. Por favor, tráela.
Ladislav Bornak dejó su copa de coñac
sobre el escritorio y pasó a la trastienda murmurando frases inconexas. Fue el instante
justo para que el doctor Alvear abriese el cajón y con un rápido movimiento, la
tablilla cambió de dueño. El coleccionismo extremo no conoce de barreras
morales.
-Aquí está. Siglo XV. En perfecto
estado. Perteneció a la colección del barón de Mornier, quien la compró en
París, en 1899, a la legendaria librería Temps de Livres.
-Interesante. Impresión anopistográfica
–añadió Alvear, mientras se colocaba los guantes de algodón para examinarla.
-Por supuesto, no puede ser de otra
forma –dijo el librero con un mal humor cada vez menos encubierto, manteniéndose
de pie junto al escritorio.
El doctor la inspeccionó con pocas
ganas. Su mente, ya en otra parte, descifraba caracteres cuneiformes. Develando
la casi mítica lengua de Gilgamesh, retrotrayéndose a un pasado de pastores de
ovejas y zigurats, donde los dubptesi
imponían la ley.
-¿Qué opinas?
-¿Cómo? Ah, perdona… No sé, creí, no
sé. Lo siento. No soy comprador –su voz era baja, como disculpándose, en tanto
la dejaba sobre el escritorio.
Sin mediar palabra, el librero retiró
la xilografía. La conversación se volvió hueca, carente de sentido, incómoda.
En el momento en que el doctor Alvear se retiraba de la tienda, Bornak exhaló
un suspiro de tranquilidad. Se repantigó en una butaca, bebió el último sorbo
de coñac y, apoyando los codos sobre la mesa y la cabeza en los nudillos de las
manos, su respiración fue aquietándose.
-Ya está -murmuró como quien se quita
un peso de encima.
La noche halló al doctor
interpretando lo inextricable con avidez. Cada palabra encerraba algo mágico,
caótico. Nombres antiquísimos volvían al presente. Su percepción evocaba
instantes pretéritos. Todos los
conjuros, por tanto tiempo olvidados, acudieron a su boca. De este modo, retornaban
a la vida después de milenios silenciados. Era como si un fénix monstruoso renaciera
elevándose de forma cadenciosa, del polvo arcilloso de Sumer.
Todo fue dicho. Ningún elemento faltó
a la cita, el último vocablo concluyó marcando a la luna su cenit.
Algún siquiatra de la clínica creyó
reconocer ciertas palabras o nombres de la Mesopotamia del Tigris y el Éufrates
en la indescifrable maraña lingüística del insano.
© Saúl Braceras
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