Me molestaba que los tres ramos de rosas fueran casi exactos de tamaño, el mío sólo un poco más frondoso, pero la ocasión lo merecía. Aunque le hubieran quitado las espinas, me pinchaba un poco, pero no me importaba, era una señal más de la realidad a la que emergía y que nunca soñé iba a poder alcanzar: Por fin era la novia.
Mi cara expresa una alegría pícara. Sí, picara, o así lo veo yo ahora que la contemplo con detenimiento. O quizás de satisfacción de haber llegado hasta ese pretencioso estudio, y posar con mi elegante traje, el tremendo ramo y unas parejas de familiares de mi marido. Una de las chicas se la ve fastidiada, pues soñaba en casarse con él.
Cuando me encontró vagando por esa acequia, le dije a mi hoy marido que había tenido un accidente de coche y que por eso estaba en ese lamentable estado: desarreglada, con alguna mancha de sangre y un desgarrón en la blusa que dejaba al descubierto mi combinación y algo más. Él es bueno en el sentido más simple de la palabra, o eso pensaba yo entonces. No se le ocurría la maldad porque le supondría un esfuerzo mental. Me miró acongojado, dispuesto a prestarme ayuda, atención, y yo en ese momento logré un oportuno desmayo.
Me desperté en el asiento de su coche en el que me llevaba al hospital, pero le aseguré que ya estaba bien y que me dejara en cualquier sitio. Paró el vehículo. A quién podía llamar para auxiliarme, preguntó, tenía familia. Y con cara de gatita asustada le susurré que estaba sola en el mundo y que me había quedado un poco desmemoriada.
Me dejó en un hotelito discreto a las afueras del pueblo a la espera de que me recuperase y que no me preocupara por el dinero, él se haría cargo de todo hasta poder contactar con alguien. Alguien que nunca apareció, pues yo tardaba en recuperar la memoria entre miradas intensas, llantos imprevistos apoyada en su joven pecho y una mano descuidada en su muslo de chico sano y valiente.
Él, Jonás, así se llama, me miraba con toda la sorpresa de su inocencia y de su vida solitaria. Huérfano de madre, necesitado de cariño y cobijo lejos de un padre justiciero y dominante. En cambio yo, lo que necesitaba era esconderme y encontrar algo a lo que agarrarme, así que a los pocos meses me pidió que me casara con él. Estaba locamente enamorado repetía con ternura, y además, cada poco, le amenazaba con recuperar la memoria y tener que irme.
Cuando me presentó a su padre, un hombre fornido, de pobladas cejas y formidable estatura, me miró de arriba abajo. Ya conocía yo esas miradas, y con sonrisa burlona le preguntó a su hijo.
––¿Estás seguro del paso que vas a dar?
Y con tembloroso estremecimiento afirmó que sí, que por fin había encontrado amor y comprensión. El padre brindó de mala gana y cuando nos despedimos me retuvo un momento para enseñarme una pistola antigua. Como hiciera daño a su hijo me las vería con él me advirtió mientras acariciaba la pistola con obscenidad. Al despedirme me alcé en las puntas, le di un beso muy cerca de la boca y le susurré.
––No quiero morir y he encontrado mi refugio.
Me dio un cachete en el trasero.
Han pasado muchos años y el otro día descubrí en el fondo de una caja dónde Jonás guardaba sus recuerdos, el recorte de mi foto en el periódico, ya amarillenta. Entonces comprendí lo que era de verdad la bondad.
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