jueves, 13 de abril de 2023

Malena Teigeiro: La casa del bosque

 


Se levantó del sofá, y, tambaleante, sin soltar a botella, se dirigió a darse una ducha. Bajo el agua fría Trataba apresuradamente de ordenar sus pensamientos. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él. Y recorriendo su interminable vacío, vio la menguada figura de un hombre al que jamás le sucedería nada.

No era cierto. Desde que lo había abandonado May, retumbaban en su cerebro las palabras de tía Mingot cuando le dijo que se casaba con una mujer educada que, además de ordenarle la vida, lo haría feliz. Él era un hombre con suerte, que sin tener en cuenta sus actos se deslizaba por la vida sin que nada le ocurriera. Se rio de lo que le parecieron excéntricas palabras de una anciana. Sin embargo, hoy sí creía que fueron certeras. Todo en la vida le había ido bien hasta la noche en que al llegar a casa, no la encontró.

May sintió frío y salió a recoger unos troncos. El viento helado anunciaba tormenta. Al entrar en la cabaña que había heredado de su padre, dejó la madera en la estufa. Recogió un periódico, y antes de arrancarle las hojas, miró la fecha. Sonrió. Tenía más de cinco años. Debía de ser el último que llevó su padre. Sin dejar de contemplar la amarillenta fecha, recordó que desde su entierro no había vuelto a la casa del bosque. Él no quería ir y ella por no discutir… Arrugó una serie de hojas y encendió la chimenea.

Cuando por la mañana se había ido de su casa no se lo dijo a nadie. Quería estar sola y en aquella cabaña se sentía segura. Mirando las llamas se quedó dormida. Ya rompía la luz cuando la despertó su voz.

––Buenos días, May––la voz de Archer sonaba dulce, amigable.

Sin moverse, y mientras un terrible frío le recorría la espalda, se preguntó cómo había entrado. De pronto recordó que de recién casados él había hecho una copia de la llave. Con los párpados muy apretados esperó a que se acercara. Las lágrimas le caían cuando sintió sus dedos sobre los hombros.

De nada le servía a Archer llevarse las manos a la cabeza. De nada le servía tumbarse en la cama de la cabaña, hasta con los zapatos puestos, y pasar las horas agarrado a una botella. De nada le servía ahora emborracharse hasta caer dormido con el rostro lleno de lágrimas. Porque aquella cabaña era ella. Y él no se sentía capaz de abandonarla. Tenía la boca pastosa cuando sintió sus labios sanos, frescos, sobre los suyos, la dulce dejadez, la ternura de su cuerpo entre los brazos. Siempre le pareció que May tenía la ingravidez de los ángeles.

Con qué orgullo jugaba con ella. Adoraba la oscura luz que aparecía en sus ojos. Al principio ella era remisa a realizar ciertos juegos, aunque siempre lograba que venciera sus miedos cuando le susurraba que lo quisiera a su manera. Continuó bebiendo hasta acabar el licor de la botella. Y al sentir la niebla del mareo, comprendió que su adoración por May siempre le había producido atroces celos que le obligaban a mirar con negro ardor a cualquiera que se le acercara. A veces, cuando llegaba a casa y no la encontraba se volvía loco. Reconocía que su actitud cuando ella entraba por la puerta no era la correcta.

Se levantó y se acercó a su esposa. Le sujetó los dedos fríos e intentó calentárselos con su aliento. Contempló sus ojos, de mirada fija, vacía. Después de volver a besarle los dedos, dejó caer la inerte mano sobre la alfombra empapada en sangre.

© Malena Teigeiro

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