No le gustaba salir de día. Según ella la luz ilumina en las personas la fealdad, la inquina, el odio. También la pena y la desdicha. En cambio, añade, desvanece la belleza, la alegría. Por eso cada año Delia va al Mercadillo de Navidad por la noche.
Vivía sola. Hacía muchos años que unos y otros iban falleciendo a su alrededor. Pero le daba igual. Al contrario, la gente le molestaba. Según ella, ahora ya no existían las personas, esos seres individuales con los que se conversa, se admira la belleza de los paisajes y edificios durante los paseos, o se presta y se comenta un libro. Ahora todo era gente. Grupos que, como borregos, acudían en manada a cualquier parte.
Sin embargo el mercado de Navidad era diferente. A esos puestos, año tras año, volvían las familias con los mismos sueños e ilusiones. Por eso Delia lo recorría cada noche. Luego, se sentaba en algún puesto en donde le vendieran una taza de chocolate con la que calentarse las manos. Así, sorbiendo poco apoco el espeso líquido, admiraba a aquellos pequeños que con sus dedos forrados de lana retenían las figuritas de barro. A ella siempre le gustaron los belenes. Tiene uno napolitano heredado de su madrina, que en cuanto llega diciembre coloca en su saloncito. Con cuidado, pone por las montañas de corcho las hogueras rodeadas de pastores y ovejas, las piaras de cerdos en las cuadras de las casitas de cartón y las gallinas y polluelos alrededor del pajar.
Ese año Delia no se detuvo en el puesto para beber su chocolate. Andaba buscando camellos. Entre otras escenas, su belén tenía una de un oasis en un pequeño desierto. Y ese diciembre al abrir las cajas descubrió con sorpresa que le faltaban los camellos y los pajes con sus turbantes de colores. Solo encontró las palmeras y el espejo del pequeño lago. ¿Dónde los habría guardado?, se preguntaba una y otra vez mientras abría altillos, cajones y armarios. Por eso ese día al anochecer, abrigada con la bufanda roja, se dirigió al Mercadillo de Navidad que estaba en la Plaza Mayor, alrededor de la catedral. Buscó en uno y otro puesto. Encontró figuras parecidas a las suyas, pero las quería iguales. La víspera de Noche Buena comprendió que no las encontraría a tiempo. Triste, entró en la Catedral. La luz de las velas iluminaba un gran belén. Era bonito. Paseó su mirada por encima de aquellas montañas, por las casas y caminos. Sonrió. Había también un laguito con camellos y pastores. Los suyos eran mucho más bonitos. Salió del templo y se dirigió hacia su casa. Por el camino recordó que el año anterior su vecino, un hombre de su edad, bastante turbio y flaco, había llamado a su puerta con el ánimo de felicitarle las Fiestas. Hasta sonreía cuando le entregó una caja de mantecados. ¿Sería él quien se los había robado?
Al llegar a casa colocó una servilletita sobre un plato y sobre ella unos dulces navideños. Luego se peinó y perfumó con esmero. Con el platito en la mano, tocó el timbre de su vecino. Tenía que ver si en su belén estaban sus figuritas. El hombre pareció sonreír al verla. Cuando le mostró los dulces, él recogió el platito con las dos manos, con el mismo cuidado con que hubiera recogido la porcelana más fina.
—Pase, pase, vecina. Tengo un vinito dulce con el que me gustaría invitarla.
Entró en la casa. Recorrieron el oscuro pasillo y pasaron al salón. En una de las esquinas Benito, que así se llamaba el hombre, había colocado un pequeño belén. Delia se acercó. Sus figuras de barro apenas tenían ya colores y muchas estaban rotas y pegadas.
Un espejito redondo formaba un lago en donde se reflejaban unas despeluchadas palmeras. Sentado a lo que debía ser la orilla, un pastor parecía dormir junto a dos camellos.
—Quizá debiera tirarlo a la basura.
Después de poner en su sitio la cabeza, el hombre colocó de pie al pastorcillo que aparecía caído sobre el camino de serrín. Como bien podía ver estaba viejo y roto, pero era el mismo que les ponía su madre en el cuarto de estar. Ella, comprensiva, le sonrió. ¿Cómo había podido pensar mal de un vecino tan educado, sensible y amable?
Después de beber el vino y tomar los dulces, quedaron para cenar juntos al día siguiente. Era Noche Buena y ninguno de los dos tenía familia. Como si vivieran en calles diferentes, Benito la acompañó por el descansillo y esperó a que abriera la puerta y encendiera la luz. Al entrar en su casa, dos chapas rojas de felicidad brillaban debajo de los ojos de la mujer. Aquella noche, suspirando como si de nuevo hubiera encontrado el aire, se durmió. Por la mañana, al igual que hacía cuando era niña, al acercar al portal a los Reyes Magos, vio que sus pastores napolitanos dormitaban mientras media docena de camellos bebían en el lago de su belén.
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