martes, 29 de agosto de 2023

Cristina Vázquez: Paquita

 


—Paquita, eres Paquita ¿verdad? —los ojos de la mujer que lo decía parecían canicas incendiadas.

A la que llamaba por este nombre, se giró despectiva y en un francés embravecido de erres, le contestó que estaba equivocada, su nombre era Francine, y que hiciera el favor de no molestarla. La música de fondo un tanto ruidosa obligaba a las dos mujeres a hablar en un tono alto. La primera insistía con torpeza que ya podía decir lo que quisiera, pero que a ella no le engañaba que era la famosa Paquita de la que hablaban en el pueblo. Francine miraba a otro lugar como si no entendiera lo que le estaba diciendo. Se acercó al oído del hombre sentado a su lado en la mesa.

—Qué horror estos españoles —le susurró en su exótico francés—. En seguida te confunden.

Francine afirmaba que era hija de un diplomático egipcio y por eso tenía ese peculiar acento que hacía difícil reconocer su origen. Mucho tiempo y ensayos con un profesor de lengua, al cual, en vez de cobrarle sus desahogos, le pedía que le enseñara a disimular su terrible pronunciación. El profesor, un joven de poca experiencia amatoria pero buen criterio de enseñante, le sugirió que en vez de disimular su crudo deje español lo marcara con más ahínco. Y así había conseguido hablar de una manera sencillamente exótica.

La aparición de esta compatriota en el cabaret Burlesque, lugar de moda en Lyon, con la osadía de llamarla por su nombre de pila con esa desfachatez, la dejó desarmada. ¡Paquita!, con el tiempo y el esfuerzo que le había costado hundir ese nombre y esos recuerdos. La mujer que la había llamado así permanecía un poco apartada de ella comentando con otra chica y sin quitarle la mirada de encima. Un doble sentimiento de rabia y piedad la empezó a invadir.

Monsieur Lascagne, el hombre con el que compartía mesa y otros quehaceres, era uno de sus acompañantes más antiguos y habituales. En ese momento le hablaba de cómo iba la bolsa y del bolso de cocodrilo que le iba a regalar a su mujer y a ella. Ya sabía, ma cherie, que él por encima de todo era justo. Bolso en casa, bolso aquí y cambiaba la mano de sitio para señalar dos lugares precisos sobre la mesa. Aunque el suyo iba a ser un poco más lujoso con un cierre de piedras semipreciosas.

—De ágatas, como tus ojos —le confesaba bien repantigado en su silla atufándola con su puro.

Francine le miraba con sonrisa beatifica y la sorpresa prendida en los ojos. Esta combinación no fallaba nunca. A los hombres les encantaba sorprenderte y que te entusiasmaras con sus afirmaciones por necias que fueran. Llevaba ya muchos años de profesión, pero la aparición de esa desvergonzada, que permanecía con la otra chica a su espalda, a las que podía oír su chismorreo sobre ella, la estaba empezando a inquietar. Se vio reflejada en esa golfilla con pretensiones. Monsieur Lascagne se giró para mirarla y le preguntó quién era esa chica tan joven y tan guapa que parecía conocerla.

—Tiene un aire a ti cuando eras joven —Francine sonrió con toda la falsedad de la que era capaz—. ¿Por qué no me la presentas?

—No la conozco y no sé quién es —pero una duda desalentadora empezó a cuajar en ella.

Imposible. No podía ser, demasiada casualidad, se decía mientras dejaba de atender a la charla del orondo caballero, y se iba a estos pensamientos que la empezaban a sacudir. Imposible, ella mandaba el dinero para que la niña estuviera en las monjas educándose. Hacía menos de un mes que le mandaron noticias de ella asegurándole que estaba bien y que era estudiosa. La última foto era del año anterior, pero la idea como una serpiente insidiosa se iba enroscando en ella, con la sensación de que acabaría estrangulándola. Se dio la vuelta con brusquedad para verla y entonces tuvo la certeza. El mismo gesto desafiante, la misma sonrisa ladeada e igual forma de apoyarse en la cadera. Mientras oía al baboso acompañante insistiendo en conocer a la niña esa, tan parecida a ti, que sería como un sueño revivir esos primeros años juntos.

La mujer se levantó, le dio un beso en la frente al hombre y se acercó a la joven a la que cogió de un brazo.

—Además de Paquita, soy tu madre y te vienes conmigo ahora mismo. Mañana tú y yo cogeremos el tren de vuelta.

© Cristina Vázquez

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