viernes, 29 de septiembre de 2023

Cristina Vázquez: El bordado

 


Su llegada al pueblo creó cierto estupor. De dónde habría salido ese hombre que decía ser artista. ¿Artista? Eso cómo se comía, mascullaban las comadres y los prohombres del lugar en la rebotica o el casino.

Se llamaba Andrés, estaría en la cincuentena y aunque su aspecto era diferente, la pulcritud y elegancia un tanto raída era lo que lo definía.

Se instaló en una casa modesta con jardín y un altillo luminoso que transformó en su estudio. Salía poco, daba largos paseos a primera y última hora de la tarde y saludaba amable, hasta sonriente, a quien se cruzara en su camino. Al poco tiempo dejó de ser novedad y como era educado y tranquilo, pasaron a otro tema que mereciera sus desconfiados comentarios. Aunque no parecía ni carne ni pescado, concluyeron.

Al cabo de unos días preguntó en la tienda en la que se vendía un poco de todo si habría alguna mujer en el pueblo que pudiera atender su casa. A la tarde siguiente apareció la Modesta, mujer fuerte, viuda y deslenguada.

—Aquí le traigo a mi sobrina —propuso mirando ávidamente la habitación en la que estaban—. Es limpia, necesita el dinero y estar ocupada.

 Andrés las hizo pasar ofreciéndoles un café recién hecho. Les enseñó el resto de la casa para que valorara el trabajo, a sabiendas de que era lo que deseaba la mujer, que pareció satisfecha con el reconocimiento del sitio. La sobrina, que iba tras ella igual que una sombra, apenas levantaba la cabeza, lo que hizo dudar a Andrés de sus capacidades.

—Esta se llama Amaranta —soltó señalándola con un despectivo dedo—. Aunque le parezca medio boba es trabajadora y buena. Además, borda muy bien. ¡Manos de ángel tiene!

Sentándose con aires de gran señora frente al humeante café, ni padre, ni madre, ni perro que la ladre tenía esta, dio un largo trago a su bebida. Gracias a ella había podido vivir la pobrecilla, confesó orgullosa Modesta, lo del nombre raro cosas de su madre —Dios la tenga en su gloria—, porque la pobre… Se señaló la sien como explicación de locura. Amaranta por fin levantó la cabeza en silencio y él pudo descubrir una cara de huesos finos, un cabello castaño que se escapaba del pañuelo que lo cubría y unos misteriosos ojos violetas.

—Lo único, señor, es que es muda —alzó un dedo doctrinal la tía—, que no sorda.

Se arrellanó en la silla y bajando la voz como si la chica no estuviera delante, aunque eso tiene sus ventajas, murmuró y le guiñó un ojo con aire de complicidad. Andrés se sintió conmovido por la chiquilla tratada con tanto desprecio y no dudó en contratarla, tras una negociación con Modesta de la que salió ufana. Quedaron en que comenzaría al día siguiente.

Andrés, que siempre fue un solitario sin trato con mujeres, le empezó a confortar el saber que esa joven estaba en el piso de abajo trasteando con suavidad de mariposa. Igual que no hablaba parecía no hacer ruido, pero desplazaba una ligereza, un aroma especial que le llenaba de paz.

Le pidió que se sentara a comer con él, a lo que tardó en acceder. Aunque no hablara, sonreía con confiada dulzura mirándole con una fijeza que a veces le hacía sentir incómodo. Al terminar la tarea se sentaba cerca de la ventana y hacía labores de bordado, retardando la hora de volver a casa. Parecía que se iba desprendiendo de unas escamas duras que la volvían invisible cuando estaba con su tía. Empezó a echarla de menos cada vez que se iba. Quería tener su presencia continua, él al que las mujeres nunca le habían atraído.

Un día la encontró completamente desnuda, ofreciéndose con una expresión de perrillo confiado. Él la tapó con severa suavidad.

—No Amaranta, querida. Yo no —la besó en la frente y acarició su perfecto óvalo—. No puedo amarte de esta manera.

Al día siguiente no apareció y fue a preguntar por ella a Modesta, la cual con malos modos le dijo que la moza había desaparecido. Loca como la madre. Eso de no querer hablar era tontería o locura, afirmó cruzando las manos con determinación sobre el voluminoso vientre. Esa misma tarde corrió la voz de espanto por el pueblo. Amaranta había aparecido en la iglesia muerta a los pies de la Santa. Parecía dormida, ni una gota de sangre. Era un misterio ¿Quién?, ¿cómo?

Andrés se sintió culpable, con la amargura sin consuelo de no haber protegido a ese ser angelical. Pero a los pocos días, sin que se hubiera dado solución a la muerte de la joven, el pueblo empezó a señalarlo. Una noche apedrearon su ventana, otro día vio que la gente volvía la cara al cruzarse en la calle, hasta que antes de que transcurriera la semana quemaron su casa. No llegó el fuego al altillo donde lo encontraron asfixiado sin haber intentado escapar. El estudio estaba lleno de dibujos con la cara de Amaranta y un bordado infantil le cubría el rostro. En él un corazón vulgar de punto de cruz encerraba el siguiente mensaje: “Sin ti no hay vida”.

© Cristina Vázquez

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