domingo, 21 de enero de 2024

Blanca del Cerro: Como cada tarde

 



Se veían como cada tarde, a esa hora en que el sol roza la tierra y no se sabe si es de día o de noche porque existe una amalgama de colores que confunde a la vez que aturde. Se veían casi en secreto, por lo difícil y complicado que resultaba aquel amor en sus circunstancias. Se veían a hurtadillas, guardándose dos sonrisas de terciopelo rojo en el fondo de sus corazones alborotados.

 Un poco antes de las siete de la tarde, hora en que tenían permitido un rato de esparcimiento al aire libre, ella salía de su habitación y se dirigía al jardín, un verdadero arco iris en aquella época del año. No podía mirarse al espejo por carecer de ellos, no podía arreglarse como ella quisiera por falta de elementos, no podía más que conformarse con lo que tenía, que era mucho en su situación, pero, pese a todo, se sentía bella porque iba a encontrarse con su amor, razón suficiente para el encanto.

Y salía al sol tibio del atardecer, arropada por los brazos del silencio y recorría unas cuantas veredas y parterres rebosantes de verdor. Su corazón latía denso por lo que iba a encontrar, por lo que iba a ver, porque él la estaría esperando, como cada tarde, como cada día desde que entrara allí, ya no recordaba cuánto tiempo atrás.

No le había contado a nadie la aventura que empezara hacía unos cuantos meses porque, tal vez, si hacía a alguien partícipe de su secreto, le impedirían volver a salir y dejaría de verle. Y eso no podía permitirlo porque, estaba segura, moriría de pena.

Salió de su habitación, como cada tarde, junto con sus compañeras en fila. Unos metros más allá, al aire libre, y en cuanto le fue posible, se escabulló encaminándose hacia la rotonda donde se reunía con aquel hombre maravilloso, don Nicanor Alhucemas y Sanpedro. Don Nicanor le había robado el corazón, que ahora latía con una fuerza arrolladora.

Llegó con el alma temblando igual que una niña. Allí estaba él, esperando tan ansioso como ella misma, con su rostro serio, su barba poblada y su corazón desbaratado. Allí estaba él, tan grandioso, tan masculino, con ese porte majestuoso que resultaba tan atractivo.

Tomó asiento a sus pies. Se miraron con arrobo, con esa sonrisa que nace de nadie sabe dónde cuando el amor explota. Y ella empezó a explicarle sus escasas andanzas durante el día, el ir y venir diario, los pensamientos que guardaba para él, sus sentimientos, sus cuitas revolucionadas, cerrando los ojos, compartiendo sus sueños, los que le quedaban.

Bajó la cabeza sintiéndose plena de amor y sabiendo que él arropaba su cuerpo con aquellos ojos duros que hacían vibrar la piel de sus brazos.

El día se derretía lentamente.

La estatua de don Nicanor Alhucemas, fundador del centro, permaneció en silencio, con la mirada lánguida perdida en el horizonte.

Finalizada aquella maravillosa conversación con su amado, la mujer se levantó y dirigió sus pasos hacia el edificio de piedra gris donde habitaba. El centro psiquiátrico para enfermos mentales cerró sus puertas tras ella. Como cada tarde.


©Blanca del Cerro

 

 

 

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