miércoles, 13 de marzo de 2024

Malena Teigeiro: Un hombre de mundo

 


Por la noche, cuando Juan entró en su piso, se encontraba muy cansado. Cada día tenía más trabajo y esto comenzaba a pasarle factura. En el momento en que comenzó a trabajar en aquella gran compañía se suponía que él, premio extraordinario en la carrera, tenía asegurado un futuro brillante. Y así fue. Pero aquel futuro brillante se había convertido en un presente maldito que apenas le había permitido tener vida familiar. Se casó con Marta, su novia de toda la vida. Siete años y tres hijos después de la boda se divorciaron. Ella, una chica tranquila y poco dada a la vida social, se hartó de él y de las mujeres que lo acompañaban a diario. Por más deshonesto que fuera, comprendía que ella se sintiera disminuida ante aquellas mujeres brillantes, resolutivas, a las que aburría cualquier comentario sobre la vida familiar. Tenía que esforzarse, le decía al principio de casados cada vez que después de una de aquellas reuniones volvían a casa. Tenía que darse cuenta del lugar al que había llegado, le repetía ya tiempo después en las mismas ocasiones. Que no olvidara su posición en la empresa, insistía una y otra vez. Pero Marta no solo no respondía sino que, bajando la cabeza, solía guardar silencio mientras introducía la llave en la cerradura. Estaba convencido de que, en el fondo, envidiaba su vida. Pero ella tampoco tenía derecho a quejarse. Era economista, pero no había querido trabajar. Solo se dedicaba a los niños y a él. Y lo cierto era que a él le agradaba llegar a la casa y encontrarla siempre acogedora, que todas sus cosas estuvieran arregladas, y que fuera o no a cenar, siempre lo estuviera esperando. También era cierto que muchos días habría podido llegar antes, pero necesitaba, al menos eso creía, solazarse un poco. Otras tardes, aunque no tuviera cenas de trabajo, se quedaba con alguna de las directivas y solía irse a tomar una copa o a picar algo.

 Y la dejó ir.

De eso hacía solo unas semanas. Pensaba que pronto volvería. De hecho, le extrañaba que no lo hubiera hecho ya. Una cosa era quejarse y, otra, acostumbrarse a vivir con menos medios, porque no pensaría ella que la iba a mantener con el mismo lujo.

Se quitó el abrigo y lo dejó encima de una silla. Sintió frío y volvió a echárselo sobre los hombros. Recorrió el pasillo a oscuras. No le hacía falta encender la luz. Ya no podía tropezar con los cochecitos de su hijo Juanito. Entró en la cocina con ánimo de preparase un bocadillo. Tenía que contratar a alguien que le preparara la cena, pensó. Marta se había llevado con ella a la cocinera y a la niñera y solo le había dejado a una señora que iba por las mañanas a limpiar. Se detuvo un instante. Algo a lo que no se acostumbraría nunca era a que nadie lo esperara en casa. Le inquietaba el silencio. Echó de menos su cálida sonrisa, su beso aniñado. En fin, si tardaba mucho en volver, tendría que cambiarse de piso, decidió, porque si algo tenía claro era que allí, donde había vivido con sus hijos y con Marta, nunca llevaría a ninguna mujer.

Recogió de la nevera una caja con queso y jamón y un paquete de pan de molde. Agarró una botella de cerveza por el cuello y se dirigió al office. Al encender la luz descubrió que encima de la mesa la asistenta le había dejado un paquete, grande, cuadrado, con un deteriorado y sucio envoltorio. Con asco, cortó los cordeles que aseguraban los cartones. El que hubiera hecho ese paquete, no tenía ni idea, pensó ante las capas de papel de estraza y periódicos con los que estaba envuelto. De entre todo ello, sacó un sobre blanco, que dejó a un lado y una caja grande, de brillante laca negra. Empujó los papeles y cartones que cayeron al suelo y despacio, casi con mimo, la colocó encima de la mesa. Sin soltarla, se sentó. Sintió la humedad de las lágrimas al acariciar la licorera de su abuelo. ¿Cuánto hacía que no lo visitaba? ¡Maldito trabajo! Ahora se daba cuenta de que tampoco le había dejado tiempo para visitarlo. Al abrirla, un antiguo juego de engranajes sacaba unas licoreras y un juego de vasos de cristal dorado. Destapó una de las botellas. Al aspirar el perfume del viejo brandi, los recuerdos le inundaron la memoria. Colocó el pesado tapón de cristal en su sitio y destapó la otra. Olía a moscatel. Volvió a la cocina y rellenó una jarra con agua. De nuevo en el office, vertió agua en uno de los vasos dorados. Después, echó unas gotas de moscatel. Con el cuidado de quien tiene la más fina porcelana entre los dedos, se lo llevó a los labios y bebió un sorbo. No hay mayor placer que el de una vida tranquila, le decía su abuelo vertiendo el licor en el agua, lo mismo que había hecho él ahora. Y Juan, sentado en una pequeña butaquita para que le llegaran los pies al suelo, lo miraba extasiado mientras recogía de aquella mano, trémula, de piel blanda, y siempre caliente, el vaso de oro. Luego esperaba a que su abuelo se sirviera el brandi. Placer de dioses, murmuraba el anciano mientras paladeaba aquel fuerte licor. Hay que beber muy poco a poco, para que el trago nos dure, decía sonriente. Y mientras tomaban sus licores, el abuelo solía charlar con él. Le hablaba de la vida de los pájaros, siempre de un lado para otro, abandonando a sus crías en cuanto tenían ocasión, lo mismo que había hecho su abuela. Era muy bella, mascullaba. Y muy alegre. Lo único malo que había hecho durante el tiempo que vivieron juntos, fue irse en cuanto nació tu padre. Lo mismo que hacen los pájaros, añadía. Después, ya no podía hablar. Y le contaba el tiempo pasado con aquella alegre joven a la que su orgullo, decía, le impidió ir a buscar. A veces también le mostraba un cartón en donde estaba pegado el retrato de una joven, que apoyada en una columna rebosante de flores, sonreía a quien la mirara.

Se secó las lágrimas con la mano. Dejó su vaso y se sirvió un poco de brandi en otro. Le dio un pequeño sorbo y un ataque de tos sacudió su cuerpo. ¡Cómo podría su abuelo beber aquello y quedarse tan tranquilo! Al dejar el vaso en la mesa, vio el sobre. Dentro tan solo había una cuartilla doblada en cuatro. La desdobló y con letra inglesa, grande, temblona, habían escrito:

El orgullo es mal consejero.

© Malena Teigeiro

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