miércoles, 19 de junio de 2024

Liliana Delucchi: Encuentro inesperado

 


A mi primer abuelo no lo conocí. Me dijeron, o al menos eso entendí, que había partido a Golfa. Sin embargo, por mucho que busqué en los Atlas y pregunté en la clase de geografía no encontraba ningún país con ese nombre. Más tarde supe que golfa era la vecina rubia con pecho exuberante por la que había dejado a mi abuela Catalina. Harta de las miradas de lástima y la condescendencia de los habitantes del pueblo,  la mujer abandonada cogió a su hija y partió a Madrid.

Hubo finales peores que esa localidad conocía. Finales mezquinos, miserables, inconfesados; otras vidas que continuaban tristemente, sin cambios visibles, en el mismo estrecho escenario de hipocresía. Pero ella no quiso actuar en esa obra, ni mirar la vida de los demás desde las bambalinas… Por eso partió.

Mi madre nunca se acostumbró a la vida capitalina, por tanto, concluida su carrera de maestra, hizo oposiciones y consiguió una plaza en una ciudad de tamaño medio donde conoció a mi padre y nací yo.

Catalina, por su parte, sí que se hizo con la vida en el centro. Después de lo acontecido en el pueblo, lo que más le gustaba era pasar inadvertida. Sin embargo, sociable como era, no tardó en hacer amigos, unos más que otros, claro. Entre los segundos estaba Eustaquio, el propietario de una tienda de ultramarinos que acabó siendo mi segundo abuelo, aunque nunca vivieron juntos. Parece ser que ella aún sentía el dolor que le produjo aquel abandono, tanto es así, que cuando le pregunté por qué no compartía casa con Eustaquio, me respondió: «Querido mío, si uno se quema con leche, cuando ve la vaca sale corriendo.» No sé si en ese momento entendí el refrán, aunque a lo largo de mi vida lo he aplicado en distintas circunstancias.

Durante muchos años, llegadas las vacaciones de Navidad, me subían a un autobús en dirección a la capital, donde pasaba las fiestas con mi abuela. Era la mejor época del año. Recorríamos todos los mercadillos y centros comerciales donde yo, cuaderno en mano, elegía los regalos que incluía en una extensa lista para los Reyes.  Lo que más me gustaba eran nuestras visitas a los belenes. Acostumbrado como estaba a que en mi barrio solo existía el de la Iglesia Mayor, no daba crédito a la cantidad que encontrábamos en cada plaza, hipermercado o templo.  Mi travesura preferida era cambiar de sitio a los pastores o a los corderos, en aquellos en los que se podía, claro. Sin embargo, con el que más disfrutaba era con el del Palacio de la Casa de Correos, aunque en él no pudiera llevar a cabo mi chiquillada. Era tan grande que le rogaba a la abuela que me llevara varias veces. Sentía que esa gran ciudad estaba a mi alcance, luego le pedía que fuésemos a visitar  todos y cada uno de los monumentos allí representados.

La tarde que visitábamos el Palacio Real, después de un merecido chocolate con churros en el Café de Oriente, dimos un paseo por la plaza. En un banco, y abanicándose como si estuviésemos en agosto, una mujer rubia de pechos exuberantes lanzaba gestos con los ojos y la boca a todo caballero que pasara. Sentí la presión de la mano de mi abuela en la mía y, a pesar de los villancicos que llenaban el lugar, me pareció escuchar los latidos acelerados de su corazón. Nos detuvimos a unos metros de esa señora, parapetados detrás de un hombre gordo que no paraba de hacer fotos al palacio. Descubrí en el rostro de Catalina  una expresión que hasta entonces no había visto. Miraba a esa matrona de manos cortas y regordetas que sostenían un cigarrillo y no paraba de hablar a su vecina de banco. Contemplé sus pies, tan rechonchos como sus manos y apretados en unas deportivas que, evidentemente, eran de un número menos, al igual que el resto de su ropa.

Mi abuela se quedó mirándola un largo rato, mientras yo, pegado a su costado movía mis ojos de una mujer a otra sin entender qué estaba pasando.

—¡Qué niño tan guapo! —dijo la señora con un acento cuyo origen no logré descifrar– ¿Quieres un caramelo?

Inclinó la cabeza para rebuscar en un bolso ajado en el que intuí que guardaba algo más que dulces y en vez de una golosina sacó un pintalabios de un color intermedio entre coral y rojo. Sin mirarse a un  espejo se lo pasó por la boca. Me dio asco ver sus dientes negros y mellados. Miré a mi abuela con el ruego de que nos marcháramos, fue entonces cuando ella cogió unas monedas y se las dio a la desconocida, al tiempo que le decía:

—Toma, Golfa, y cómprate un carmín que ya no estás para robar maridos.

© Liliana Delucchi

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