lunes, 29 de julio de 2024

Cristina Vázquez: Amor perruno

 


A Tania L. con cariño

Mi madre utilizaba el término PERRO para cuantificar y calificar muchas comparaciones: entre un viaje o un perro, entre un regalo o un perro, entre un niño o un perro… Siempre salía triunfante en la elección el perro. Daba igual que le fueras subiendo la oferta, un viaje a las islas del Caribe, un collar de brillantes, u otro niño como su adorado hijo Salva. Y solo en esa ocasión prefería otro niño.

También comentaba que lo único que no le perdonó nunca a su querida prima Verónica, fue que cuando tuvo que ir a vivir con ella por circunstancias familiares, no la dejó llevarse a su perrita. Y eso lo tenía clavado como una espingarda en su corazón. Lo único que la hacía desconfiar de ella, era que no quisiera a los perros.

Aunque a mi padre tampoco le gustaban, consiguió tener siempre uno o dos y una vez hasta trece, pues nos dejaba traer perros a casa y recogía a todo aquel que veía abandonado. Cuando enviudó tenía dos cachorros Springer Spaniel que le habían regalado, fuertes y briosos. Cuando iba a visitarla la encontraba en su taller de encuadernación con un perro a cada lado sentado en una silla. Antes de entrar oía el parloteo al que ya estaba acostumbrada. Siempre hablaba con ellos.

—Vamos niños, saludar a Laura, que hace mucho que no viene.

Después de mirarme por encima de las gafas y del humo de su pitillo, se alegraba tanto de verme, que exigía a los perros que fueran buenos y me dieran un beso. Luego, pedía a Romina, la señora que la cuidaba, algo de beber. Era para la señorita Laura, y mirando a los dos perros, añadía que yo era su hija, pero que no se preocuparan, tampoco iba a estar tanto tiempo.

Yo me sentaba conteniendo la irritación que me producía el pequeño dardo que siempre me lanzaba y la mayoría de las veces, como una suerte de venganza le preguntaba si sabía algo de mi hermano Salva.

—Está muy bien, me llama todos los días —mentía con desparpajo.

Claro, estaba tan ocupado con el alquiler de barcos si era temporada de verano, o con las clases de esquí en invierno. En primavera el trabajo era versátil de capitán de yate por unas islas o… Y ahí se abría una interminable exposición de ocupaciones diversas. Yo notaba su apuro, el esfuerzo por rellenar la inutilidad de la vida de mi hermano, el único ser al que al parecer no hubiera cambiado por un perro.

Al poco rato de estar mi madre enhebrando las fantásticas historias sobre Salva, los perros —llegué a pensar si los tenía amaestrados para desviar la conversación— pedían salir al jardín.

—Por favor, ábreles la puerta. Ahora que no estoy sola, ellos aprovechan para darse una carrera.

En cuanto pasaban unos minutos empezaba a preguntarme si los veía.

—Sí, mamá. De aquí no se pueden escapar.

Pero si venía alguien, entregaban un paquete o un despiste de Romina, entonces ¿qué? ¿Se podían o no escapar?

—Si no te importa levántate a ver si están y hazles pasar —este ritual se repetía con desesperante exactitud.

Al irme, no podía evitar echar una última mirada compasiva por esa mujer mayor sentada con un perro a cada lado, a los que empezaba a desgranar su dulce parloteo. Una dulzura que solo le había visto con ellos y con Salva.

Una madrugada recibí la apresurada llamada de Romina. Acababa de ingresar a mi madre en el hospital cercano, Santa Lucía, que fuera cuánto antes. Le había dado un ictus y estaba en la UVI. La vi desde la cristalera como si fuera un pez boqueando. Llamé a mi hermano al que tardé varias horas en localizar.

—Imposible, Laurita. Al menos tardaría un par de días en llegar —admitió contrariado.

Por favor que le informara con puntualidad de cómo iba evolucionando y si recuperaba la consciencia. En ese caso, su voz sonó aparatosa, haría lo que fuera por llegar. Las horas y los días fueron pasando, la llevaron a una habitación y el tiempo pareció detenerse con su inmovilidad.

La última noche de febrero, soborné con buenas palabras y conveniente cantidad al vigilante de guardia. Cogí a los dos perros y me colé sigilosamente con ellos al cuarto de mi madre. Los animalitos gimieron quedo y empezaron a lamerle las manos. Ella se removió y algo así como una sonrisa apareció en su cara. A la mañana siguiente despertó. Yo estaba a su lado, me acarició la mejilla y me dio unas gracias torpemente pronunciadas, pero llenas del amor que tanto tiempo me había negado. ¿Por qué? me pregunté con una mezcla de desolación y esperanza.

Cuando volvimos a casa los perrillos nos esperaban de pie en la puerta de cristal para darle la bienvenida.

© Cristina Vázquez

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