La escalera
Llegaba tarde a una cita importante. Intentaba abrirme paso lo más rápidamente posible entre la gente sin ojos que abarrotaba las calles. En el metro, los subterráneos no estaban más vacíos. Calculando tiempos mentalmente, me di cuenta de que dejándome bajar por las escaleras mecánicas llegaría demasiado tarde. En aquel momento reparé en una pequeña puerta, con un cartel que claramente señalaba “Escaleras a andenes”.
Sin pensármelo, me precipité a la estrecha escalera de caracol. Bajaba los peldaños trapezoidales cada vez más deprisa, agobiada por una sensación de ahogo que ya no estaba justificada por retrasarme en mis planes. Dando vueltas y más vueltas, el angosto espacio parecía oscurecerse cada vez más, si bien tan ligeramente que ni siquiera estaba segura de que la iluminación estuviera cambiando. También me parecía más sucia, más descuidada. Sin descansillos, me era imposible saber cuánto había descendido, pero creí que debía ser mucho más que la profundidad del andén. Seguí, sin embargo, bajando más despacio durante varios (demasiados) tensos minutos. Ninguna puerta. Ninguna indicación. Nada.
Me pareció obvio que había pasado la salida por alto, y me arrepentí de haber intentado tomar un atajo. De no ser por ello habría estado ya sentada en el tren. Me sorprendió que la escalera fuese tanto más profunda que los andenes. Subí más despacio, con la vista fija en las paredes, buscando una salida que no aparecía. Seguí vueltas arriba hasta que me pareció que debía haber superado ya mi punto de partida, pero sin pasar nunca frente a mi puerta de entrada.
Extrañamente nerviosa y respirando claustrofobia repetí el camino varias veces.
En un momento de claridad caí en la cuenta de que el túnel estaba limitado hacia arriba por el nivel de la calle. Si llegaba al punto más alto (que no debía estar lejos), podía bajar lentamente hasta encontrar el acceso por el que llegué y volver al vestíbulo de la estación por fin. Ya no me importaba más que escapar de aquella escalera polvorienta. Me miré el reloj, sólo por curiosidad: se había parado justo después de la última vez que lo miré al entrar en la estación. “Mi día de suerte”, intenté sonreír pero ni siquiera pude contener la primera lágrima de impotencia. Subí sin descanso, escaleras arriba, arriba, arriba. Con el corazón latiéndome en los oídos, en las puntas de los dedos, en los labios secos. Horas. Vueltas y más vueltas. A veces corriendo, a veces arrastrando los pies, a veces llorando. Finalmente, exhausta, me senté y volví a mirar mecánicamente el reloj. Comprendí. Me despedí para siempre.
Escrito en el AVE el 5 de Febrero.
La escalera por Colaborador: Anónimo
Muy inquietante!!!
ResponderEliminarCarmen Dorado