El zumbido de la ambulancia
y la luz giratoria que incidía en el techo de mi dormitorio me sacaron del
duermevela en que me encontraba. Mi marido no estaba en la cama. Eran las tres
de la madrugada.
Posiblemente tendría trabajo en la oficina.
Desde hace medio año se ha
incrementado su quehacer y el pobre no tiene un minuto de reposo, ni siquiera
para llamarme por teléfono.
Esa luz de aviso, esa
sirena indicaban que algo sucedía en mi calle. No tenía por qué haberle pasado
nada a Pepe, si se quedaba en la oficina era precisamente para no adentrarse en
la noche, en esas horas violentas que cualquiera sabe lo que puede pasar.
Oía voces debajo de mi
ventana. Salí al balcón quedándome en la zona oscura para no ser vista. El
alumbrado público es un desastre cada dos farolas una está apagada y las
sombras corren por las fachadas de los edificios como si huyeran.
Mi gata vino hacerme
compañía. Había mucho alboroto, muchas personas asomadas. Los policías iban de un
lado a otro. Sonó un disparo. Vislumbré a una vecina en la acera.
El teléfono ¡Qué raro!
Descuelgo y una voz varonil susurra:
-¿Bea?
-Se ha equivocado de número.
Lo siento. –dije y colgué.
Volvió a sonar. No me dio
tiempo a atenderlo. Un dedo se había quedado pegado en el timbre de la puerta.
-¿Quién es?
-María. Tu vecina.
Abro de inmediato. En
pijama me contó que el perro del portero de enfrente se volvió loco y ha
mordido a su amo y a un policía. No hubo más remedio que matarle porque
enseñaba los dientes a todo aquél que se le acercaba.
El teléfono de nuevo.
-¿Bea?
-Le he dicho que aquí no
hay ninguna Bea.
-¿Cómo te llamas?
Era una voz insinuante.
-A usted qué le importa –y enfadada
corté la conversación.
-No quiero asustarte pero desde
hace días también me llaman. Dicen que son cacos para comprobar si hay alguien
en casa.
Nos acercamos al mirador al
escuchar un gran silencio. Ya se han marchado todos. El vecino de enfrente nos sonríe,
con el móvil en una mano saluda y con la otra cierra la puerta de su terraza.
© Marieta Alonso Más
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