Cada día lo mismo. Suena el
despertador. En pie. Pongo la cafetera. Una ducha rápida, la tacita de café y a
la calle a recorrer el largo pasillo del intercambiador que me lleva al tren y
al trabajo.
A paso rápido, ni me doy
cuenta de lo poco concurrido que está. En lo alto, dos personas parecen hablar
por el celular, un niño se aleja, un hombre se acerca y otro vigila. Hoy me
espera una mañana ajetreada, una tarde deplorable y una noche de espanto. Nathan
y yo hemos vuelto a discutir. Reanudó las amenazas, rompió una lámpara y dando
un portazo, se marchó. No hay solución. Al salir debí haber hablado con el
encargado del edificio para que me cambiara la cerradura. Al no verle en la
puerta ni me volví a acordar. No llevo una hora despierta y tengo la cabeza que
echa humo de tanto pensar. Lo mejor sería un traslado laboral, un lugar lejano
a miles de millas. No. Es preferible cambiar de empresa, si sigo en la misma me
localizará con facilidad. ¡Oh Dios!, tendré que tirar por la borda tantos
esfuerzos realizados para llegar donde estoy. Empezar de cero otra vez.
Oigo los pasos cada vez más
cerca, aprieto el bolso contra el pecho, no es que lleve mucho dinero pero… es mío.
Acelero el paso, miro de reojo y la sombra la tengo a mi izquierda, detrás de
mí. Con sigilo saco el spray contra ladrones. Lo que me faltaba.
Menos mal que no tenemos
hijos. Fue el destino, porque yo estaba dispuesta a darle todos los que
quisiera. Estás totalmente ciega, quítatelo de encima, repetía mi madre. Ese
hombre lo tiene todo: vicios, vagancia y violencia. Y siguiendo su costumbre de
hablar con la “V”, continuaba:
−Viola tus derechos y vivirás
en vilo.
La sombra está casi encima
de mí. Con tanto pensar he dejado que ganara distancia. Echo a correr.
Tenía razón mi madre, soy
una marioneta en sus manos. A solas tomo decisiones; junto a él, todo es
confusión. Sin falta he de ir al banco, debo desautorizar su firma en mi cuenta.
Ojalá que no sea demasiado tarde. En estos momentos no puedo quedarme con los
bolsillos vueltos.
Siento una mano en el
hombro. Sin mirar aprieto el spray. No atiné. Una nuble me separa del agresor.
Entre toses, escucho:
−¿Qué haces? ¡Estás loca!
Es mi compañero de trabajo
que agarrándome, todo sofocado, me pregunta de quién estoy huyendo.
© Marieta Alonso Más
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