VISTA
DESDE EL CABO BLANC NEZ -NORTE DE FRANCIA-
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Se
miraba las rodillas, apenas cubiertas por una falda que escondía la braguita
del bañador. Eran nudosas y pálidas. A sus pies, veía la hierba alta y
ebria balanceando sus tallos y, más lejos, entre ambas rótulas, admiraba los
barcos que al pasear el horizonte dejaban una estela de humo y de sirenas.
Allá
arriba, en el faro, la tierra calcárea se arremolinaba en torno a la torre y
desde el mar semejaba un fantasma encolerizado. Algunos decían que ese diablo
blanco de forma cambiante era el culpable de que desaparecieran los cuerpos que
algún pescador nocturno traía por la mañana en sus redes.
Abrió la
neverita donde había guardado la fruta que a ella le gustaba, un trozo de queso comté perlado
y unas nueces. El estómago de su mujer admitía ya muy pocas cosas, pero como
las enfermedades a veces no entienden de conveniencias era capaz de digerir
algunos caprichos. Sin embargo, y para desesperación de su marido, hacía más de
un mes que ni siquiera tenía hambre.
Él sacó
un cuchillo para cortar una raja de sandía. Una corriente fresca envolvió el
olor dulzón y después de rizarlo lo arrojó al acantilado. La cortó gruesa
adrede y la puso ante ella, que se cruzó la chaqueta sobre el pecho antes de
incorporarse. Con esfuerzo se apoyó sobre un codo que se clavó en la tierra y,
de repente, varios lunares colorados impactaron contra una manga. "Merci,
mon amour", dijo. Y se llevó el agua de azúcar a la boca. Masticó apenas,
embelesada en el vaivén de los tallos.
Sobre sus
cabezas graznaron dos gaviotas y él protegió la fruta con las manos. Las aves
replegaron sus alas y se posaron en un nido colgado de las rocas. Una ola de
viento levantó los pareos de dos adolescentes que reían y se empujaban, y les
blanqueó las piernas morenas; de lejos, sus padres las reprendían por
aproximarse demasiado al borde.
Le cortó
un pedacito de queso porque sabía que ella adoraba sentir entre los dientes el
crujido de la sal afrutada. Pero cuando se lo ofrecía, lo rechazó con un
gesto de sus ojos prominentes, como si la jornada en el cabo Blanc Nez le
estuviera desgastando los huesos. Él se inclinó para acariciarle el cabello que
esa tarde emitía unos destellos azulados. La esposa cerró los ojos y juntó los
labios...
"No
voy a echarme atrás", le susurró el hombre. Y la besó.
Dichosa, miró el
sol enfrente. Parecía descender sobre Inglaterra. Siempre le había gustado
aquel ángulo de tierra porque desde allí arriba, desde esa nariz blanca podía
oler cualquier continente, inspirar la vida entera.
"Ayúdame a levantarme", le pidió a su marido.
"¿Estás segura?", preguntó con ternura.
No
respondió.
La puso de pie.
Ella le cogió de la mano y él la abrazó con cuidado de no romperla. Un remolino
blanco los ocultó de la vista de los paseantes. Después, volvieron a escuchar
el grito de las gaviotas. Pero ahora ellas volaban muy muy alto y, todavía de
la mano, notaron el vaivén de las olas bañando sus huesos rotos entre las
piedras.
(Traduction en
FRANÇAIS sur ALORS...
CELA C'ÉTAIT L'AMOUR)
©
Mª Pilar Álvarez Novalvos
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