El señor Andrés está sentado en su sofá
frente al televisor. De sus orificios nasales salen dos tubos que reptan por
toda la casa hasta una máquina ruidosa que duerme con él en su habitación.
Está vestido con un chándal que odia y unas
zapatillas de cinco euros. Hace una semana que se ve los calzoncillos y los
calcetines del mismo color pero él no se acuerda de si no tiene otros. Son las
ocho de la mañana. Con sus gruesos dedos abre y cierra unos botes y coloca en
fila una serie de comprimidos.
Ve salir a su nuera del dormitorio, en pijama,
con el cabello revuelto, y la ve desaparecer en el pasillo. Espera unos buenos
días pero no escucha nada. Se rasca una oreja y la encuentra excesivamente
grande. Le parece recordar que un día su nuera lo cogió por los hombros para
ayudarle a subir las escaleras; le habían llevado al banco. Y ella le habló con
dulzura en esa misma oreja. Desde ese día no ha vuelto a escuchar su voz.
Una tras otra, comienza a tomar las pastillas.
Tiene hambre, pero la última vez que intentó levantarse se cayó y después
recuerda a un enfermero muy amable que le explicaba por qué aquella no era su
cama. Fugaz, la silueta desaparece y se oye un portazo. De repente siente
pánico. Tiene que decirles que no quiere quedarse solo, que le busquen a
alguien para cuando ellos no estén, ¿o ya se lo ha dicho? Escucha la sangre
como un martillo en el cráneo y, poco a poco, se da cuenta de que delante hay
un programa de deportes. Se le cierran los ojos. El ruido de la cisterna lo
despierta. Huele a café. Su hijo pasa por delante, le da los buenos días y
desconecta de la pared la toma del teléfono. Cuando va a salir de la habitación,
le pregunta si puede traerle un tazón de leche con trozos de pan. Le dice que
se ha dormido y que va a llegar tarde. El señor Andrés roe el trozo de angustia
que se le ha formado en la garganta y se lo traga.
Oye cerrarse la puerta de la calle. Y el silencio se come el sonido de la
televisión. Alarga el brazo para coger la agenda y marcar el número de su hija.
No escucha ninguna señal. Marca de nuevo. No hay tono. Se tira al suelo y se
arrastra a cuatro patas hasta la puerta de entrada. Intenta abrir, pero en la
parte de arriba ve un cerrojo que no conoce. Está demasiado alto. Grita y en
lugar de su voz oye un ladrido. Se revuelve para ponerse en pie, un rabo
aparece entre sus piernas y golpea la puerta de la calle con sus pezuñas.
© Mª Pilar Álvarez Novalvos
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