La escalera de Bramante |
Las amaba. Sentía tal
frenesí ante cualquier escalera que le era imposible proseguir su camino. Por
eso cada vez que se topaba con una, aunque no tuviera necesidad, las subía y
las bajaba. Al ascender iba despacio; el esfuerzo y los jadeos la obligaban a
sentarse al llegar arriba. Descansaba. Ya con el corazón a su ritmo se ponía en
pie, acariciaba con el índice la barandilla, vertía besos al aire y con los
ojos cerrados, descendía los peldaños con mesura, al compás de una música
imaginaria. Esa cachaza que despilfarraba en cada grada, hacía que le llegasen historias
de terror, cuentos amorosos, que la cubrían de los pies a la cabeza.
Estando en Ciudad del
Vaticano, al final de su recorrido por el museo, se dispuso a bajar por la mal
llamada escalera de Bramante. Ejecutó su ritual y la inundó una paz que fue
truncada por dos voces varoniles enzarzadas en una pelea. Miguel Ángel y Julio
II estaban de nuevo discutiendo: que si ya tenía que haber terminado, que si
aún estoy esperando el pago, que si usted es víctima de su propio carácter, que
si no le perdonaré jamás haberme golpeado con el bastón, que si vos no sois quién
para contestar así a vuestro Pontífice…
Tan vívidas fueron las
imágenes y las palabras, que quiso interceder. Abrió los ojos. Nadie a su
alrededor. Las voces se fueron acallando. Eran solo murmullos que se filtraban
por los poros del granito. Cerró los ojos.
Unos cuantos escalones más
abajo, escuchó unos pasos quedos. Eran Bramante y Rafael que le pasaron por
encima como si ella no existiera, y que, amparados en la oscuridad de la noche,
iban a espiar el trabajo de la Capilla Sixtina.
Siguió bajando y
observó cómo Miguel Ángel gesticulaba ante el Papa, acusando a Bramante de
haberle robado las llaves. Se solucionó la crisis y el gran pintor volvió a su
bóveda.
De pronto, un grupo de
turistas irrumpió en su soledad y a empujones, la llevaron hasta al último
estribo. Lástima de barahúnda.
© Marieta Alonso Más
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