jueves, 15 de junio de 2017

José Carlos Peña: El aroma de la traición


                                 



    
Cuando despertó, después de casi dos meses en coma, Gabriel descubrió con espanto que estaba en la cama de un hospital, unido a la vida por medio de tubos y sondas que conectaban su cuerpo a diferentes aparatos, cuyas pantallas brillaban, tenues, en la penumbra que envolvía la habitación.

Cerca de él, sentada en un sillón, dormitaba su mujer. Tenía las cuencas de los ojos ensombrecidas y el rostro macilento, un libro entre las manos  y la cabeza inclinada sobre el hombro derecho.

Él la miró durante largos segundos y no se atrevió a despertarla, aunque sentía la urgente necesidad de encontrar respuestas a todas las preguntas que se agolpaban en su mente.

Dedujo, por el punzante dolor que le atravesaba el costado izquierdo desde la espalda hasta el pecho, que había sufrido un infarto y decidió permanecer así, en duermevela, hasta que las luces del alba inundaran la habitación y despejaran todas las incógnitas.

No recordaba absolutamente nada, ni tenía la menor idea de cómo había llegado hasta allí, pero jamás hubiera imaginado que fuera a causa de un disparo por la espalda, a bocajarro y a corta distancia, como le informaron los médicos una hora después y confirmó la policía algo más tarde, cuando dos agentes sin uniforme hicieron acto de presencia para tomarle declaración. Su mujer, por su parte, apenas podía hablar y todo lo que consiguió escuchar de ella fueron unas pocas palabras ininteligibles, que pronunciaba con dificultad mientras le tomaba la mano entre las suyas, que estaban frías y temblorosas. 

Los agentes formularon muchas preguntas, menos de las que les hubiera gustado hacer, pero sí las imprescindibles para intentar establecer un móvil; algún motivo plausible por el que alguien, no se sabía quién, pudiera desear la muerte de Gabriel hasta el punto de ser capaz de descerrajarle un tiro al anochecer, cuando salía del trabajo.

No se había producido robo ni ensañamiento, ni tampoco Gabriel había recibido amenazas con anterioridad. Todo en su vida se ajustaba a ese difuso concepto que llamamos normalidad. Él era un hombre tranquilo, sin demasiados amigos y ningún enemigo declarado; tenía un trabajo monótono, un matrimonio un poco aburrido, algunas aficiones inocentes que consumían parte de su tiempo libre, un par de hijos desapegados, un perro, un pequeño utilitario y las mismas deudas que cualquiera en una situación parecida a la suya. ¿Quién podía desear su muerte?

A lo largo del día, según se fue extendiendo la noticia de que había recobrado el conocimiento, por la habitación del hospital fueron apareciendo y desfilando algunos conocidos, uno de sus hijos, unos cuantos compañeros de trabajo, un par de vecinos y diversos familiares que habían venido precipitadamente del pueblo para darle ánimos e interesarse por su recuperación.

Todos, al final terminaban formulándose la misma pregunta: ¿Quién podía desear tanto la muerte  de un hombre como Gabriel, un tipo corriente, de vida rutinaria, sin trapos sucios que ocultar y nada de lo que presumir? Tal vez, concluían la mayoría de ellos, fue un error;  el asesino se confundió de víctima y a punto estuvo de segar la vida de un hombre insignificante, que no levantaba pasiones a su alrededor, ni a favor ni en contra.

Él mismo, postrado en la cama, se formulaba las mismas preguntas y obtenía  casi idénticas respuestas.

El desfile de familiares y conocidos duró casi todo el día. A última hora de la tarde uno de sus pocos amigos, quizá el más íntimo de ellos, entró en la habitación con el rostro desencajado, se inclinó sobre la cama y lo abrazó efusivamente mientras pronunciaba una palabras que él no acabó de comprender; pero que resultaron ser irrelevantes cuando Gabriel constató con estupor que las solapas de la chaqueta de su amigo estaban impregnadas del perfume que habitualmente utilizaba su mujer.

Entonces sufrió un vahído y a punto estuvo de desmayarse. La habitación se llenó de voces que intentaban reanimarlo, la alarma de uno de los aparatos a los que estaba conectado se disparó y sintió sobre su pecho la presión de unas manos que se movían rítmicamente. Pero todo aquello iba a ser inútil, porque Gabriel ya no deseaba seguir viviendo.




                        © José Carlos Peña

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