Tríptico cerrado El Jardín de las Delicias. El Bosco |
Yo
no había visto nunca a mi abuelo. Cuando se hablaba de él, el tono de
voz de los mayores era más bajo, como si una corriente helara sus palabras y a
la vez, una actitud reverencial les hiciera quedarse con una expresión
embobada. Solo una vez a mi tía Constanza, se le ocurrió decir con voz
crispada.
—Es un loco y vosotros unos pusilánimes.
Las
miradas de todos convergieron en ella con dureza y se fue de la habitación con
la mirada baja. A partir de ese día pareció ir perdiendo lustre, se iba como
borrando y en las largas sobremesas familiares, las conversaciones se cruzaban
por encima de su cabeza. Vivíamos toda la familia, mi padre y sus tres hermanos
con sus respectivas mujeres e hijos en una casa enorme en medio del campo, la
cual se iba desconchando poco a poco, pero nadie movía un dedo, como si
todos esperaran que algo externo y repentino lo solucionara, al igual
que el jardín, en el que todavía quedaban trazos de un diseño esmerado,
se iba quedando sin flores, lleno de malas hierbas y oscurecido por los árboles
que crecían sin control. A veces no se veía el cielo.
Un
día, con cierta solemnidad, mis padres y tíos me convocaron para decirme que el
abuelo había llamado y deseaba verme. Me vistieron con mis mejores ropas, bien
peinado, con las uñas limpias, los zapatos brillantes y me subieron al coche
que conducía el hombre que ayudaba en el establo. Todos en la puerta se
despidieron de mí, mientras el corazón me saltaba con una mezcla de temor y
curiosidad. Empezamos nuestra marcha muy lentamente por un camino que había en
la parte posterior del jardín y por el que teníamos prohibido ir. Al cabo de
escasos cinco minutos llegamos a la casa de mi abuelo. Blanca, alta, con las
persianas de un verde intenso cerradas. Al bajarme del coche se abrió la
puerta como por ensalmo y entré.
La
viejecita que me recibió era como una manzana sonrosada, de pelo canoso, con
una cofia torcida, un delantal resplandeciente y una sonrisa socarrona y
cogiéndome la cara entre las manos, me susurró que era muy guapo, mucho
más que mi padre.
Un
delicioso olor impregnaba el aire y mientras la seguía, sin darse la vuelta, me
confesó que había hecho una tarta de frutos rojos. Al llegar delante de
una puerta de madera tallada, me dijo que pasara, que ahí estaba el abuelo
esperándome. Yo noté un cierto temblor en las piernas y sudor frío en las
manos.
—Anda pasa —y me empujó con suavidad.
La
habitación, forrada de madera, era una biblioteca hasta el techo. La
chimenea estaba encendida en una esquina, pese a que era el mes de junio;
un enorme ventanal ocupaba casi toda la pared de enfrente, delante del cual
había un sillón de respaldo alto de cuero repujado, del que sobresalían
unas manos pálidas apoyadas en los brazos. Temblaba, no sabía qué hacer hasta
que oí, muy bajito, la voz del abuelo.
—¿A qué es un paraíso?
El
ventanal se abría a una pradera que bajaba suavemente hasta un riachuelo,
bordeado de árboles, unos llenos de frutos, otros de distintos verdes que
parecían mecerse acompasadamente. Unos parterres de flores se distribuían
ordenadamente y a medida que descendía la colina se veían otras flores salvajes
que crecían a su aire. Nunca había visto un paisaje tan hermoso ni un jardín
tan cuidado.
El
abuelo sin esperar respuesta, me dijo que me acercara, que no tuviera miedo y
cerré los ojos antes de ponerme ante él. Cuando los abrí un anciano diminuto,
con unos quevedos en la nariz, una manta a cuadros sobre las piernas y la
sonrisa amplia, alargó la mano para tocarme el pelo.
—Hola, no tengas miedo. Al fin y al cabo somos familia —y su risilla era menuda
y frágil.
—No tengo miedo.
—Pues deberías, después de lo que habrás oído de mí.
Balbuceé
algo y me fijé que en la mesa, que estaba a su lado, había un tríptico cerrado,
oscuro, con una maravillosa bola de cristal pintada. Mientras la miraba
fascinado oí al abuelo que susurraba, lo sabía, no me he equivocado, es
mi elegido y un ataque de tos le sacudió en el sillón.
—¿Qué es?
—Es el misterio del mundo, aquí se encierra.
—¿Puedo abrirlo?
Me
escrutó con seriedad, extendió las dos manos y cogió las mías. Su tacto era
como dos paquetitos de huesos helados.
—No, cuando yo muera. Solo entonces y según lo que seas capaz de ver dentro, así
será tu vida. Oscura o llena de color. Encontrarás todo el misterio de la vida
y la muerte.
Yo
me quedé sorprendido de la dulzura y la intensidad con que lo dijo. Luego se
dio media vuelta para tocar el timbre, murmurando que ya era hora de merendar y
me pidió que me sentara junto a él. Sin quitar la vista del ventanal y como si
no se dirigiera a nadie, dijo que esperaba que fuera digno de ello, los otros
no lo eran y por eso no los trataba. En ese momento se abrió la puerta y entró
la viejecilla con la tarta y unos platos.
El Jardín de las Delicias. Tríptico abierto. El Bosco |
© Cristina
Vázquez
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