Zeus. Museo Británico |
En
la Tierra corría el mes de junio de 1980 y en el Olimpo Zeus estaba ocioso y
malhumorado. Ansioso por evadirse, aunque solo fuera durante un rato, de las
continuas disputas entre Hera y Temis, se encerró en el laboratorio de los
Dones. El único lugar en el que jamás le molestaba nadie.
«Estoy
harto de los celos y exigencias de las hembras de la antigüedad —pensó—. Yo,
dios de dioses, no necesito útero alguno para crear vida. Lo demostraré
poniendo todo mi empeño en una nueva creación que supere mis anteriores
proezas».
Y,
tomando del anaquel una de las vasijas de oro que encierran el alma de todo
mortal, aquella que por orden natural correspondía, se dispuso a mezclar en
ella los elementos necesarios.
El
recipiente no pecaba de nada, era quizá uno de los más anodinos. No era ni
bello ni feo, ni grande ni pequeño, ni llamativo ni sobrio… La descripción
exacta podría ser normal. Hubiera
pasado desapercibido en cualquier repisa si no fuera porque, en aquella, el
Orden Supremo era riguroso.
«Bien,
pues a falta de apariencia externa, la dotaré de inteligencia».
Se
dirigió al cajón donde guardaba los más preciosos de los Dones y tomó una. No
demasiado grande, solo un poco mayor que la media.
«Demasiada
inteligencia no es bueno para un ser humano, pero a esta mujer, una un poco más
grande de lo habitual no le vendrá mal y, si sabe utilizarla, se convertirá en alguien
de provecho el día de mañana».
Luego
se encaminó a la habitación donde guardaba las personalidades. Tomó dos, una en
cada mano, y las sopesó con sabiduría. La de la derecha era grande y férrea,
pero fría. La de la izquierda, más pequeña, era maleable como una masa de pan
sin hornear, pero emanaba calor al simple tacto.
«Ni
lo uno ni lo otro favorecerá a esta hembra, habida cuenta de los dos primeros
Dones», pensó.
Juntó
las manos y las dos masas se fundieron en una sola, que fue depositada con mimo
dentro de aquella vasija antes de dirigirse al almacén de los corazones.
«Pondré
uno bien grande —decidió—, para que en él pueda albergar suficientes sentimientos.
Si utiliza bien la inteligencia, estos serán buenos; pero si, por el contrario,
decide utilizarla mal, un espacio tan grande será capaz de guardar tanto dolor
que se volverá contra ella».
Ahora
ya solo faltaban algunos pequeños detalles.
Depositó
el receptáculo sobre una mesa en la que, recostados contra la pared, estaban
dispuestos más de un centenar de tarros con polvos de diferentes colores,
serigrafiados con pequeños carteles que indicaban su contenido. Destapó el de
los sufrimientos.
«Penar
un poco no le viene mal a nadie —y espolvoreó con sus dedos una pizca en el
interior. Luego el de la salud—. Seré generoso. De ella dependerá gastarlo con
mejor o peor tino, pero si lo hace con prudencia tendrá suficiente para una
larga vida», y depositó un buen puñado.
Más
tarde llegó el turno a otros botes: reconocimiento, paciencia, generosidad,
constancia, tesón, dignidad, capacidad de reacción… De todos ellos vertió más o
menos cantidad de granos.
Por
último, miró sobre la mesa y vio que de algunos de los botes no había puesto
nada. Echó mano, indeciso, del que lucía el cartel del orgullo.
«¿Pongo
un poco? —se preguntó—. Solo un pellizco. Para casos de extrema necesidad», y
procedió acto seguido. Los cerró todos y dio la espalda a aquel tablero.
Sonrió
al ver que el tarro del odio ni siquiera había sido rozado en esa ocasión por
su augusta mano.
«¡Con
el trabajo que me estoy tomando en esta creación, no quiero que, siquiera,
tenga la posibilidad de albergar semejante sentimiento!», y lo apartó con desdén.
Ya
no quedaba casi cada.
Trasladándose
hasta los arcones del otro extremo de la habitación, abrió el de la felicidad y
tomó una bola gaseosa. Luego el del amor, y cogió una de las muchas porciones
gelatinosas de color nacarado. Después otra azul para la compasión, una verde
para esperanza, una roja para la pasión, una rosa para la bondad, y alguna que
otra más, de colores difíciles de expresar con palabras terrenales.
Los
Dones de esos baúles eran idénticos entre sí en tamaño y densidad. Al nacer,
todo ser humano contenía todas y cada una de aquellas pequeñas porciones. De
cada cual dependía alimentarlas para que crecieran o abandonarlas hasta que
desaparecían, dando lugar a palabras que no existían en ese laboratorio y que
los hombres habían inventado.
Por
fin, cerró la tapa de aquella vasija dorada y, saliendo de la estancia se
encaminó a la sala del trono. Se había tomado un especial trabajo, así que
llamó a uno de los Destinos al que tenía mayor aprecio —y que precisamente
estaba libre porque ese día acababa de entregar a Átropos a su último pupilo—para
que a partir de ese momento cuidara del pequeño recipiente que iba a depositar
en sus manos.
‒Toma,
he aquí tu próxima misión. Colócala en la matriz de una mujer y ocúpate de que
sea bien acogida.
E
insuflando su aliento divino sobre ella, puso al Destino y la vasija en el
camino del futuro, que dibujó en el cielo con estrellas.
© Lucía de Vicente
Templo de Zeus en Atenas |
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