El Jardín de las Delicias. Tríptico abierto. El Bosco |
"El pasado no
tiene hogar allí.
No temas desterrado
lo desconocido.
Buscamos la bóveda
en un frío amanecer
o en una sangrienta
puesta de sol,
incluso ser
sólo sombras."
César Antonio Molina
Con
la promesa de volver rico para casarse con ella, Juan se fue a hacer las
Américas. Todos los veintitrés de junio al atardecer, Amada, envuelta en su
capa de paño negro, subía las escarpadas laderas del mágico monte Pindo seguida
por las azules miradas de los espíritus de las mouras, bellísimas princesas que
peinaban sus rubios y largos cabellos en los espejos del agua de la cascada que
saltarina y gozosa, bajaba hasta el mar. Al pasar por delante de la Casa cueva
da Xana, Amada bajaba la cabeza y se protegía el vientre con las manos.
Apresurada, seguía su camino desoyendo las promesas de felicidad de los
espíritus que allí vivían.
Al
llegar a la cumbre de la Pedra Moa, rodeada por las mismas bañeras de liso
granito en las que los antiguos Celtas adoraban al sol y la luna, colocaba su
bola de cristal envuelta en seda, para a las doce en punto descubrirla mirando
al cielo. Cuando los primeros rayos de luz de luna de la noche de San Juan
caían sobre el liso vidrio, aparecía en su interior la misma imagen: agua, sol
y campos de café. Amada envolvía la esfera, y ya de pie, contemplaba el
horizonte, hasta allá, en donde se ve la tierra curva, y con los dedos enviaba
un beso a su hombre.
Y
así estuvo, año tras año, hasta que le anunciaron que su prometido había vuelto
y que iba por el bosque camino de su casa. Ansiosa por estar con él, corrió a
buscarlo, y entre castaños, pinos y avellanos, lo vio llegar. El hombre que
andaba hacia ella, recio, cano, poderoso, nada tenía que ver con su Juan. Al
encontrarse, la miró, y sin siquiera saludarla le puso las manos sobre los
hombros y tanto se los apretó, que la joven sintió que podía romperse. El
hombre, sin soltarla, la miraba a los ojos. Le arrancó la ropa con furia y la
tiró al suelo.
Abrochándose
el pantalón, sin más palabras que las de su cínica mirada, le anunció que
contraerían matrimonio días después, el veinticuatro de junio. Dando media
vuelta se fue, dejándola, humillada, en el suelo. Ella no pudo entender el
porqué de aquella seca, bruta e insólita reacción.
La
noche antes de la boda, Amada subió al monte Pindo. A las doce descubrió su
bola. Estaba vacía. Contemplando el blanco cristal donde solo relucía la sombra
de la luna, pasó la noche. Al amanecer, perseguida por las risas de las mouras,
bajó las escarpadas piedras hasta su casa y comenzó a prepararse para la
ceremonia. Toda la aldea acudió al banquete invitada por las familias de los
jóvenes. El dinero a Juan no le faltaba.
Pasaron
unos años sin haber conseguido darle a su esposo el hijo deseado. Una noche,
después de yacer sin amor ni complacencia, le escuchó exclamar pellizcándole
las mejillas hasta dejárselas rojas: Mujer, ¡para qué tanto trabajo, para qué
tantas penurias, para qué tantas riquezas si no tengo a quién dejárselas! ¿Para
qué me sirves?
El
veintitrés de junio de su séptimo aniversario de bodas, Amada introdujo la bola
de cristal en una cesta y se dirigió al monte Pindo.
Subió
hasta la Pedra da Moa. Hacía frío. Buscando el calor de la piedra, tumbó su
cuerpo en una de las bañeras y colocó la bola encima de su vientre. Al dar las doce,
y comenzar el día veinticuatro, retiró la seda y dejó el cristal al aire de la
noche. La bola se fue llenando de sombras. Poco a poco se conformó una imagen.
Dentro de la esfera no era de noche ni de día. No había campos de café ni agua.
Solo grises y turbias formas vegetales clavadas en piedras y arena seca,
cubiertas por un cielo sin estrellas, plagado de negras nubes vacías de agua.
No lucía la luz, ni del sol ni de la luna. No había simientes ni vida. La mujer
dobló el cuerpo hasta tocar con la cabeza las rodillas. Apretó la bola contra
su vientre seco. Lloró. Levantó el rostro hacia la luna y gimió, y gritó
pidiendo ayuda.
Amanecía
cuando comenzó a bajar el monte hacia el mar. Las sombras de los espíritus, las
xanas que rápidas corrían a esconderse en la noche, y las caricias de las
bellísimas mouras, la acompañaban. La muchacha, sacó la bola de su cesta y la
arrojó delante de uno de los gigantes de piedra que defendían la tranquilidad
de los espíritus. El globo de cristal, sin romperse, comenzó a rodar saltando y
tropezando, entre las piedras. Enloquecida, la vio desaparecer mientras su
cuerpo se bamboleaba entre las locas ráfagas del viento plenas de voces,
aullidos y risas. De pronto escuchó un cántico dulce, melodioso, que la
llamaba. Atraída por la voz, anduvo por senderos de hierbajos y zarzas, en
donde las ropas se le quedaban presas; por pedregales, en los que se destrozaba
la piel de las manos y los pies, hasta llegar a la Casa cueva da Xana. Entró.
Dos
días después, con las ropas desgarradas, protegida por el arco de piedra de la
cueva, Juan y los hombres que con él iban, encontraron su cuerpo exangüe.
Y
nueve meses más tarde, la noche en que termina el invierno y comienza la
primavera, Amada dio a luz un hermoso y pálido niño de ojos azules. Sin
siquiera mirarlo, recordó su grito pidiendo ayuda en la Pedra da Moa. Recordó
su bajada, entre el viento, por los pedregales del monte Pindo. Los cánticos de
las Mouras que la llamaban. Recordó la noche en la Casa cueva da Xana, su
ruego, su promesa de una vida por otra vida.
Al
sentir sobre su frente la mano helada de la hermosa moura de rubios cabellos,
lujosos vestidos y dulces ojos azules, sonrió tranquila y falleció.
© Malena
Teigeiro
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