Permanecí
largo rato sosteniendo la mano de mi madre entre las mías. Lo sé, no porque
fuera consciente del tiempo transcurrido, sino porque cuando la coloqué sobre
su pecho, este ya estaba frío y rígido.
Pese
a lo evidente, me incliné sobre su cuerpo y posé mi oído –para estupor del señor
Harold Irwing, mi ayudante– donde tan solo unas horas antes, había podido
escuchar el murmullo de su corazón.
Noté
que Harold se movía a mi alrededor y se aclaraba la garganta.
—¡Doctor
Harker!
Creo
que me llamó tres veces, tal vez cuatro; la última con cierto ramalazo de
histerismo en su voz. Cuando levanté la mirada hacia él, supuse que estaba
sopesando si se me había ido la cabeza. Quizá fuera cierto. Lo que me había
relatado mi madre en los últimos instantes de su vida, podía hacer delirar a
cualquiera.
Volví
a mirarla, tratando de asimilar los acontecimientos que habían salido de sus
labios, con su voz anciana, pero aún dulce, y ya no pude contemplarla como siempre
lo había hecho. La madre cariñosa, atenta y serena que yo conocí, se había
desvanecido.
Ahora
me encontraba ante una mujer misteriosa, que había vivido junto a mi padre y
cuatro amigos más, la aventura más asombrosa y aterradora que yo jamás había
escuchado.
La
dejé reposando junto a los restos de mi padre en el cementerio de Highgate en
un día con apariencia de noche, donde el sol parecía capturado por densas nubes
grises que, como fieras carceleras, ahogaban cualquier vestigio de luz y
calor. Un estremecimiento me recorrió de
pies a cabeza y se instaló en el centro de mi pecho. Fue un fiel compañero en
los sucesivos días hasta el final de mi vida.
Me
despedí deprisa de las personas que me habían acompañado al funeral y me
empeciné en marcharme solo, adentrándome en la Avenida Egipcia. Cuando estaba
por la zona más oscura, vi la silueta de una mujer. Seguí mi camino y al llegar
junto a ella, nuestros ojos se encontraron; por alguna ilusión óptica, sus iris
desprendían un resplandor rojizo.
—Una
pérdida irremplazable, señor Harker –se dirigió a mí con una voz ronca, en un
inglés culto, acompañado de matices extranjeros.
—Disculpe,
señorita. ¿Nos conocemos? –le pregunté sorprendido.
—Podría
decirse que hemos oído hablar el uno del otro.
No
comprendí su respuesta y la observé con más detenimiento. Iba de un luto
riguroso, con un tocado en la cabeza. Era alta y esbelta, de rostro enjuto, enmarcado
por unas hebras de cabello espeso y oscuro, que hacían destacar con más ahínco
su palidez. Su boca era generosa, con unos labios finos y muy rojos, que me
recordaron a los enfermos de tisis, cuyos esputos sanguinolentos tiñen las
comisuras de sus bocas. La vi balancearse y cerrar los ojos y, de forma
instintiva, la sostuve. Noté que estaba helada.
—¿Puede
caminar? —la apremié—. Mi consulta no está muy lejos. Me gustaría examinarla,
si me lo permite.
Entornó
los ojos y me dijo con debilidad:
—Hace
tiempo que no como.
La
estreché con más fuerza, sosteniendo todo su peso y tuve la extraña sensación de
que flotaba entre mis brazos.
Logramos
coger un carruaje de alquiler y me senté, con ella en mi regazo. El viaje se me
hizo eterno y mi preocupación por la mujer iba en aumento; llegué a pensar, que
no respiraba. Para mi alivio, justo cuando iba a buscar su pulso en el cuello,
ella se giró para sonreírme y asegurarme que se encontraba mucho mejor, aunque
no tenía ningún inconveniente en acompañarme a mi consulta.
Ya
instalados, hice acopio de algunas de las provisiones que nos suele preparar la
señora Dickery –mi casera– e improvisé un pequeño refrigerio. Podría jurar que
durante un brevísimo instante, miró la comida con cierta repugnancia, pero
decliné la idea. Murmuró unas palabras de agradecimiento y empezó a servirse un
par de lonchas de jamón en el plato. Me quedé embobado siguiendo los
movimientos precisos de sus gráciles dedos mientras las cortaba despacio y en
trozos diminutos.
—Tal
vez, prefiera algo de intimidad—sugerí, al verla vacilar, sin decidirse probar
bocado— Estoy aquí al lado, por si me necesita—Señalé la puerta de mi despacho.
Lo
que ocurrió después, no lo puedo precisar. Tan solo tengo la certeza de que en
algún momento debí de dar alguna cabezada. Me desperté desorientado, tumbado
sobre el escritorio. Al lado de mi sien, descansaba una nota, escrita con
trazos largos y puntiagudos.
«Gracias
por alimentarme, doctor Harker. Me gustaría contratar sus servicios. Puede
mandarme recado en el número 35 de la calle Dorset. Señorita Bogdana».
Repetí
aquel exótico nombre en voz alta y caí en la cuenta de lo inusual de la
situación. No sabía nada de aquella mujer que había socorrido, alimentado y
cobijado en mi casa.
Miré
el reloj y me sorprendió que tal solo faltaban unos minutos para que mi primer
paciente acudiera a consulta. Me levanté con mi habitual ímpetu –el señor
Irwing dice que suelo moverme como un ciclón–, y me quedé perplejo cuando me
costó un gran esfuerzo mantenerme en pie.
Nos
citamos a las siete de la tarde. Una hora bastante tardía, que no sé muy bien
si la propuse yo, o la eligió ella. Fue puntual, y cuando la vi de nuevo, no
parecía tratarse de la misma persona. Los huesos de su rostro, antes prominentes,
se habían suavizado, cubiertos por una piel lozana. Sus labios seguían teniendo
ese tono carmesí, que brillaba con más intensidad.
—Buenas
tardes, doctor Harker —me observó con detenimiento—. ¿Cómo se encuentra? Parece
cansado. Creo que he abusado de usted, citándonos tan tarde, pero no me queda
mucho tiempo.
—Usted,
por el contrario, está bastante mejorada. ¿A qué se refiere con que le queda
poco tiempo? —inquirí, con sarcasmo.
—A
lo que le contó su madre antes de morir.
Como
no dije nada, se me acercó con unos movimientos rápidos y ondulantes, de una seducción
tan agresiva que me provocaron emociones de atracción y repulsa al mismo
tiempo.
Me
quedé paralizado, con cada fibra de mi ser en alerta.
—Esta
reunión ha terminado –respondí en tono autoritario, al recuperar el habla y
algo de aplomo.
—¡No!
Se lo ruego, déjeme explicarme —suplicó y, como por obra de algún artificio, se
transformó ante mis ojos en una mujer desesperada. Mi comportamiento ha sido
atroz y muy poco recomendable, teniendo en cuenta que he venido a pedirle un
favor. Hace tiempo que dejé de ser humana y me cuesta comportarme
civilizadamente.
—¿No
es humana? Explíquese —la interrogué, tratando de imaginar que tenía ante mí un
caso de enfermedad mental.
—Lo
fui, y pese a que la humanidad tiene muchos inconvenientes, hay algo que echo
terriblemente de menos.
Con
gran esfuerzo, permanecí impasible mientras pregunté de qué se trataba. Ella me
contestó: «la Muerte».
(Continuará)
Blanca de la Torre Polo ©
Me ha encantado el relato..... no puedo esperar a la continuación.........
ResponderEliminarMuchas gracias. En breve, conocerás el destino del doctor Harker. ¡Un afectuoso saludo!
ResponderEliminarSiempre hay una beldad que que teje su telaraña alrededor del protagonista. Sin querer, le he gritado a Harker "PICASTE!".Deseando leer la segunda parte!
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