sábado, 5 de mayo de 2018

Blanca de la Torre Polo: La venganza del vampiro (1ª parte)



Permanecí largo rato sosteniendo la mano de mi madre entre las mías. Lo sé, no porque fuera consciente del tiempo transcurrido, sino porque cuando la coloqué sobre su pecho, este ya estaba frío y rígido.

Pese a lo evidente, me incliné sobre su cuerpo y posé mi oído –para estupor del señor Harold Irwing, mi ayudante– donde tan solo unas horas antes, había podido escuchar el murmullo de su corazón.

Noté que Harold se movía a mi alrededor y se aclaraba la garganta.

—¡Doctor Harker!

Creo que me llamó tres veces, tal vez cuatro; la última con cierto ramalazo de histerismo en su voz. Cuando levanté la mirada hacia él, supuse que estaba sopesando si se me había ido la cabeza. Quizá fuera cierto. Lo que me había relatado mi madre en los últimos instantes de su vida, podía hacer delirar a cualquiera.

Volví a mirarla, tratando de asimilar los acontecimientos que habían salido de sus labios, con su voz anciana, pero aún dulce, y ya no pude contemplarla como siempre lo había hecho. La madre cariñosa, atenta y serena que yo conocí, se había desvanecido.

Ahora me encontraba ante una mujer misteriosa, que había vivido junto a mi padre y cuatro amigos más, la aventura más asombrosa y aterradora que yo jamás había escuchado.

La dejé reposando junto a los restos de mi padre en el cementerio de Highgate en un día con apariencia de noche, donde el sol parecía capturado por densas nubes grises que, como fieras carceleras, ahogaban cualquier vestigio de luz y calor.  Un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza y se instaló en el centro de mi pecho. Fue un fiel compañero en los sucesivos días hasta el final de mi vida.

Me despedí deprisa de las personas que me habían acompañado al funeral y me empeciné en marcharme solo, adentrándome en la Avenida Egipcia. Cuando estaba por la zona más oscura, vi la silueta de una mujer. Seguí mi camino y al llegar junto a ella, nuestros ojos se encontraron; por alguna ilusión óptica, sus iris desprendían un resplandor rojizo.

—Una pérdida irremplazable, señor Harker –se dirigió a mí con una voz ronca, en un inglés culto, acompañado de matices extranjeros.

—Disculpe, señorita. ¿Nos conocemos? –le pregunté sorprendido.

—Podría decirse que hemos oído hablar el uno del otro.

No comprendí su respuesta y la observé con más detenimiento. Iba de un luto riguroso, con un tocado en la cabeza. Era alta y esbelta, de rostro enjuto, enmarcado por unas hebras de cabello espeso y oscuro, que hacían destacar con más ahínco su palidez. Su boca era generosa, con unos labios finos y muy rojos, que me recordaron a los enfermos de tisis, cuyos esputos sanguinolentos tiñen las comisuras de sus bocas. La vi balancearse y cerrar los ojos y, de forma instintiva, la sostuve. Noté que estaba helada.

—¿Puede caminar? —la apremié—. Mi consulta no está muy lejos. Me gustaría examinarla, si me lo permite.

Entornó los ojos y me dijo con debilidad:

—Hace tiempo que no como.

La estreché con más fuerza, sosteniendo todo su peso y tuve la extraña sensación de que flotaba entre mis brazos.

Logramos coger un carruaje de alquiler y me senté, con ella en mi regazo. El viaje se me hizo eterno y mi preocupación por la mujer iba en aumento; llegué a pensar, que no respiraba. Para mi alivio, justo cuando iba a buscar su pulso en el cuello, ella se giró para sonreírme y asegurarme que se encontraba mucho mejor, aunque no tenía ningún inconveniente en acompañarme a mi consulta.

Ya instalados, hice acopio de algunas de las provisiones que nos suele preparar la señora Dickery –mi casera– e improvisé un pequeño refrigerio. Podría jurar que durante un brevísimo instante, miró la comida con cierta repugnancia, pero decliné la idea. Murmuró unas palabras de agradecimiento y empezó a servirse un par de lonchas de jamón en el plato. Me quedé embobado siguiendo los movimientos precisos de sus gráciles dedos mientras las cortaba despacio y en trozos diminutos.

—Tal vez, prefiera algo de intimidad—sugerí, al verla vacilar, sin decidirse probar bocado— Estoy aquí al lado, por si me necesita—Señalé la puerta de mi despacho.

Lo que ocurrió después, no lo puedo precisar. Tan solo tengo la certeza de que en algún momento debí de dar alguna cabezada. Me desperté desorientado, tumbado sobre el escritorio. Al lado de mi sien, descansaba una nota, escrita con trazos largos y puntiagudos.

«Gracias por alimentarme, doctor Harker. Me gustaría contratar sus servicios. Puede mandarme recado en el número 35 de la calle Dorset. Señorita Bogdana».

Repetí aquel exótico nombre en voz alta y caí en la cuenta de lo inusual de la situación. No sabía nada de aquella mujer que había socorrido, alimentado y cobijado en mi casa.

Miré el reloj y me sorprendió que tal solo faltaban unos minutos para que mi primer paciente acudiera a consulta. Me levanté con mi habitual ímpetu –el señor Irwing dice que suelo moverme como un ciclón–, y me quedé perplejo cuando me costó un gran esfuerzo mantenerme en pie.

Nos citamos a las siete de la tarde. Una hora bastante tardía, que no sé muy bien si la propuse yo, o la eligió ella. Fue puntual, y cuando la vi de nuevo, no parecía tratarse de la misma persona. Los huesos de su rostro, antes prominentes, se habían suavizado, cubiertos por una piel lozana. Sus labios seguían teniendo ese tono carmesí, que brillaba con más intensidad.

—Buenas tardes, doctor Harker —me observó con detenimiento—. ¿Cómo se encuentra? Parece cansado. Creo que he abusado de usted, citándonos tan tarde, pero no me queda mucho tiempo.

—Usted, por el contrario, está bastante mejorada. ¿A qué se refiere con que le queda poco tiempo? —inquirí, con sarcasmo.

—A lo que le contó su madre antes de morir.

Como no dije nada, se me acercó con unos movimientos rápidos y ondulantes, de una seducción tan agresiva que me provocaron emociones de atracción y repulsa al mismo tiempo.

Me quedé paralizado, con cada fibra de mi ser en alerta.

—Esta reunión ha terminado –respondí en tono autoritario, al recuperar el habla y algo de aplomo.

—¡No! Se lo ruego, déjeme explicarme —suplicó y, como por obra de algún artificio, se transformó ante mis ojos en una mujer desesperada. Mi comportamiento ha sido atroz y muy poco recomendable, teniendo en cuenta que he venido a pedirle un favor. Hace tiempo que dejé de ser humana y me cuesta comportarme civilizadamente.

—¿No es humana? Explíquese —la interrogué, tratando de imaginar que tenía ante mí un caso de enfermedad mental.

—Lo fui, y pese a que la humanidad tiene muchos inconvenientes, hay algo que echo terriblemente de menos.

Con gran esfuerzo, permanecí impasible mientras pregunté de qué se trataba. Ella me contestó: «la Muerte».
(Continuará)



Blanca de la Torre Polo ©




3 comentarios:

  1. Me ha encantado el relato..... no puedo esperar a la continuación.........

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  2. Muchas gracias. En breve, conocerás el destino del doctor Harker. ¡Un afectuoso saludo!

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  3. Siempre hay una beldad que que teje su telaraña alrededor del protagonista. Sin querer, le he gritado a Harker "PICASTE!".Deseando leer la segunda parte!

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