martes, 29 de mayo de 2018

Cristina Vázquez: Revelación

Buk





Nunca soporté a los perros, desde que una tarde a la altura de mis seis años, me quedé encerrado en un patio de la casa de mis abuelos con siete de ellos. No fui capaz de moverme durante dos horas de la mesa en la que me subí y no he olvidado el odio que sentí hacia mis ancestros, los gritos de desesperación que se perdieron en el vacío, ni el frío que se me quedó en la mojada pernera del pantalón, como indigna señal de mi pánico.  Cuando volvieron de su paseo, los mayores no entendían qué me había pasado, si eran una preciosidad, una monada, y mientras lo decían les daban besos y arrumacos a los chuchos.  Yo, como un capitán fracasado, cruzaba mis piernas para disimular la mojadura y de un brinco me colgué de la espalda de mi abuelo para no acercarme a ellos.

Pasaron los años y pude mantener con decoro mi desapego hacia los perros que parecían un destino en mi vida, pero como el destino es terco, hizo que mi vecina tuviera uno de lanas que me gruñía desde la puerta y cuando por fin caí rendido de amor por una hermosa, hermosísima y adorable mujer, resultó ser veterinaria. Mi condición fue que jamás un perro entraría en nuestra casa, y pese a los ojos de desolación de mi adorada, cumplió la palabra.

Una noche al tirar la basura oí un extraño quejido intermitente que quebraba el corazón más áspero. Entré en casa, cogí unos guantes de goma y salí a investigar qué sonaba en el fondo de ese cubo. Después de varios repugnantes intentos de no mancharme y no vomitar, encontré en el fondo una bola tostada con dos ojos como canicas. Me eché para atrás pensando que era una rata, un hámster o algún otro asqueroso bicho, cuando se alzó en dos patas un perro, peludo, redondo y llorón. Lo sujeté con maestría por el pescuezo y lo deposité en el lavadero a la espera de entregarlo a la Sociedad Protectora de Animales.  Imposible gestión.  Mi mujer y mi hijo cayeron en un éxtasis de felicidad. Los dos me abrazaron dándome gracias, era el mejor, les había dado lo que más querían: un perro. Sus rostros parecían caretas de feria de continua que era su sonrisa. Mis protestas las tomaban a broma entre besos y agradecimientos.

Lleno de ambivalencia pensé que no era casual su aparición, que podía ser una oportunidad de vencer mi rechazo, casi freudiano, a esos animales que parecían estar siempre en mi vida.

Aunque yo me esforzaba con él, no conseguí ninguna reacción por su parte. Mientras lamía y jugaba con los demás, a mí me dedicaba una escueta y protocolaria movida de rabo al llegar a casa.

El sitio que eligió como suyo era un rincón, lugar de paso entre el cuarto de estar y la cocina.  Como yo me levantaba el primero, nunca pude entrar a desayunar, pues ejercía de vengativo e inflexible can Cerbero, con su carita de mira qué lindo perrito, pero no des un paso más. En mi voluntad de aproximación, alguna vez que me quedé solo con él, lo llamaba para que se tumbara cerca y verme a mí mismo como hombre que, superado sus traumas, descansa con su perro en el hogar, pero nunca logré que se moviera del rincón. Cada vez que daba un paso me gruñía, enseñándome los diminutos dientes con una ferocidad de lobo.  En ese momento yo volvía a sentir mi antiguo odio, hasta que un día, me quité la zapatilla para castigarlo y al descubrir mi pie desnudo me lo lamió con devoción, como si hubiera descubierto un bien largo tiempo deseado. Debo reconocer que casi se me caen las lágrimas contenidas desde mi infancia, al notar su cálido cosquilleo y su mirada de entrega. Desde entonces, mi mujer dice que estoy perdiendo la cabeza, que no entiende por qué me quito los zapatos para entrar en la cocina, que además de ser antihigiénico, me voy a resfriar.




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