Buk |
Mito
buscó su esquina. La única por la que pasa un tubo de calefacción que coincide
con el reposo de su vientre. Se tumbó. Envuelto en su cuerpo, descansaba.
Quería dormir. Pero estaba desvelado.
Desde
el momento en que el amo lo llevó a la casa, lo había tratado bien. Además, sin
que su mujer lo viera, le da trozos de pollo mientras come. Mito, inquieto, busca
una postura más cómoda. Resopla. Sus manos son grandes, suaves, calientes, y
como si fueran alas de paloma, le gusta pasárselas por encima de la cabeza para
terminar rascándole el entrecejo. A él le encanta dormir la siesta pegado a sus
pies. Olían siempre igual. A veces, el amo levanta la punta del zapato y le
acaricia el lomo.
Los
fines de semana solían ir al campo, donde persigue a las urracas. Allí tiene un
amigo, Bolero, el perro del pastor, un can grande, con mucho pelo blanco y gris
que cada vez que lo ve llegar, corre a buscarlo contento. El amo goza cuando
los ve brincar y retozar por el campo, si bien Mito se percata de que no le
atrae esa amistad. Lo cierto es que cuando vuelven a Madrid siempre tiene que
arrancarle las garrapatas. Y él, aunque le resulte molesto, se queda quieto
mientras, rezongando, lo moja con aceite para ahogar a los sanguinolentos
bichos.
A
Mito también le encanta el mar. En el verano, por las noches, su amo lo
lleva a la playa y juntos corren por la arena. Solía acompañarlos la nieta
mayor, que le tiraba conchas al agua para que fuera a buscarlas. No le gusta
mojarse, pero es tan cariñosa la niña que, por darle gusto, finge que está
contento y salta entre las olas.
Los
nietos eran un poco pesados, pero no se quejaba. Sabía que cuando, envuelto en
una manta, lo acostaban en el coche de las muñecas, con un gorrito que le
aplasta las orejas, lo hacían sin mala intención. Lo querían todo menos Álvaro,
que era maligno. En cuanto se le acerca es para darle una patada. Él podía morderlo,
y ganas le daban.
Algo
echaba de menos, y la culpa era del ama, que no es que fuera mala, pero era un
poco pretenciosa, y aunque lo trata bien y lo lleva a la peluquería para que
siempre esté limpio y sin olor a perro, no le gustan los animales, ni las
plantas, ni los niños.
La
mujer del amo, sin que él se enterara, lo había llevado al veterinario. Ahora
no puede tener cachorros. Así que había decidido que si no era posible tener
descendencia, tampoco quiere tener una esposa, porque, en el fondo, la compañía
de las mujeres, como le decía el amo, era un coñazo. Había tenido suerte con
él. Todos los días lo aguarda cuando viene de trabajar. Lo espera y lo saluda
contento, pero eso de llevarle las zapatillas, eso no.
Se
levanta y Mito se acerca al plato. El agua no está fresca. Aun así, bebe un
poco. Despacio, vuelve a su esquina. Se vuelve a tumbar. No puede dormir. El
amo había caído enfermo y le preocupa. Él lleva varios días vigilándolo.
De
pronto levantó las orejas, cerró los ojos y respiró profundo. Tras la puerta en
la que apoya la cabeza, su amo duerme. Mito es el único de la familia que sabe
que ya no volverá a despertarse.
© Malena
Teigeiro
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