Sellos rusos emitidos en 1992, conmemorando el primer centenario del ballet "El Cascanueces". |
Mientras
espera a su nieta, Edith permanece sentada, contemplando la niebla que cae
sobre Madrid. Como cada semana anterior a Navidad, irán al ballet, la cita
obligada para ver Cascanueces. Es una tradición que se remonta a la niñez de la
señora, quien desde entonces se emociona con la música que Chaikovski compuso
para la guerra de los juguetes. Aunque intenta fijarse en la copa de los
árboles, desnudos en esta época del año, no puede obviar la presencia de una
caja sobre la mesa, donde guarda sus tesoros, sus recuerdos. Alarga una mano
para alcanzar el bastón, se pone de pie y se acerca a ella. El sobre está en el
mismo sitio desde que lo recibió hace ya muchos años.
Era
1992, en medio de la algarabía de las olimpíadas, el Quinto Centenario y el
annus horribilis de la familia Windsor, recibió una carta desde San Petersburgo
que la llevó a otro tiempo, a otra ciudad. Dentro, había unos sellos y una
escueta nota: «Mira lo que han
impreso para conmemorar los cien años de nuestro Cascanueces». No llevaba firma. No hacía falta.
Era
muy joven cuando viajó a Nueva York para celebrar las navidades con parte de la
familia que vivía allí. Como era tradición, fueron a ver Cascanueces y, gracias
a lo relacionado que estaba su primo con el mundo de la danza, tuvieron acceso
a los camerinos. Al verlo de cerca por primera vez, con la cara pintada,
enfundado aun en su maillot, a Edith le temblaron las piernas y casi no pudo
decir palabra cuando extendió la mano para saludarlo.
Los
paseos por el parque sucedieron a las salidas a patinar, a las compras y a los
villancicos, a besos escondidos entre bambalinas en medio de ensayos de pas de
deux y las sonrisas cómplices de los miembros de la orquesta. Los bailes y las
veladas los encontraban juntos hasta que tuvo que partir. Siguió su trayectoria
a través de los periódicos, supo de su accidente por medio de una carta en la
que le contó que ya no bailaba, que había sido contratado como coreógrafo en
Rusia. Una y otra vez la invitaba a visitarlo, hasta que con la excusa de
una investigación, pudo viajar y continuar con una historia de la que conocía
el final.
Un
amor por correspondencia salpicado de algún encuentro a escondidas de sus
cónyuges, hasta que llegó su primera hija, desde entonces solo les quedó la
correspondencia. Y los recuerdos.
La
presencia de su nieta la devuelve al salón, a ponerse el abrigo y partir en
dirección al teatro. De regreso a casa, con la música sonando todavía en su
mente, recuerda que ha leído que esta semana le harán un homenaje en Nueva
York. Ve la ciudad nevada, los niños patinando, los Santa Claus por todos los
centros comerciales, a una pareja de jóvenes que desafiaban convenciones
que estaban más allá de su alcance, y el temor de decepcionarse mutuamente al
no ser capaces de vencerlas.
¿Por
qué no?, todavía puedo viajar. Cuando está allí, él siempre se aloja en el
mismo hotel. Introduce uno de los sellos en un sobre y escribe: «¿Qué harás en Nochebuena?».
© Liliana
Delucchi
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