Pastor, por Andrés Solá |
Mi padrino, el Cipriano, cuidaba
de cien ovejas. Al verle venir cada tarde con el rebaño por la cuesta de la
Ermita de la Virgen de la Soledad, esperaba que me llamara con su fuerte
silbido. E iba a su encuentro. Nos sentábamos bajo el álamo blanco al lado del
abrevadero, mientras los animales pastaban a nuestro alrededor.
Con el bastón dibujaba en
la tierra un círculo y dentro una cruz marcando el norte, el sur, el este y el
oeste. Tras un minuto de silencio preguntaba dónde quería ir. A veces dejábamos
que fuera el moco de Moisés, mi pavo, el que decidiera. Y comenzaba así:
En
mis años mozos era yo un chaval, espigado e inquieto con ansias de ver mundo.
Un día tomé el hatillo y sin decir nada en casa me fui… A París.
Se
me había metido en la cabeza regañar a Napoleón por la metedura de pata de invadir
suelo ruso, pero al ver el lugar que alberga sus restos mortales me quedé con
la boca abierta y no supe qué decir. Le gustaba vivir bien hasta después de
muerto, al condenado.
En
la Catedral de Notre Dame recé las tres oraciones que me sé, y cuando vi a un
hombre mayor rondando por allí fui a pedirle que me presentara a Quasimodo, no
me entendía -yo
a él tampoco-
y eso que le hablaba bien alto. Me sorprendió. ¡Con lo fácil que es hablar
español! Por otro lado como entiendo el lenguaje de las ovejas no imaginé que
el idioma vecino se me fuera a resistir.
A
la Torre Eiffel no subí ni siquiera al segundo nivel que es el que mejor vistas,
comentan que tiene. Me puse a pensar que si desde arriba veía todos los
edificios se me iban a quitar las ganas de hacer turismo.
Me
animé a ir al Louvre a ver el famoso cuadro de ese tal Leonardo llamado La
Gioconda que por un diccionario saqué que significaba: «La
alegre». No se parece en nada a las chicas que
trabajan en el club de la carretera. Me miraba de reojo y yo a ella también. Me
percaté de que carecía de pestañas y cejas y aun así era bien guapa. La sonrisa
¡Ay la sonrisa! He leído que la llaman enigmática pero a mí -estoy seguro- me estaba preguntando ¿qué hacía allí?
Que mi lugar estaba donde las ovejas.
Y
me vine a cumplir la orden, hasta que de nuevo me entraron esas ansias de
viajar y me fui a…
De niño soñaba con ir a
tantos lugares lejanos como había hecho, el Cipriano, mi padrino, el hombre más
culto y aventurero que yo había conocido. De mayor supe que ni siquiera había
ido al pueblo de al lado. Me llevé un sonoro disgusto, pero al recriminarle por
tantas mentiras me convenció de lo sosa que era la verdad y que lo había hecho
para que aprendiera a soñar despierto.
Hoy ocupo su lugar y leo,
leo, leo para algún día visitar -acompañado
de mis ovejas- todos
aquellos lugares a los que viajé siendo niño.
© Marieta Alonso Más
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