domingo, 1 de julio de 2018

Amantes de mis cuentos: La colina enamorada

La Alhambra






Me llamo Sabika y aunque algunos solo me ven como una loma, un cerro de las últimas estribaciones de Sierra Nevada, tengo un corazón que nunca entregué ni se amilanó ante los romanos cuando vinieron a fundar sus poblados y me pisotearon. Tampoco crean que me dejé avasallar por las riquezas de la corte del reino Nazarí de Granada, aunque debo confesar que tengo un punto de orgullo por tener a mis pies la única ciudad palatina que atesora lo más hermoso del arte musulmán. Ese castillo rojo que tantas visitas recibe, esa fuente de los Leones simbolizando las doce tribus de Israel, esas torres…

Mas mi corazón galopó detrás de un cristiano que me conquistó para después marchar en busca de un mundo desconocido. Me prometió regresar y en esa espera estoy desde entonces. Algo le habrá tenido que ocurrir, pues era hombre de palabra.

Extenuado, a la caída de la tarde, me hacía reír pensando que yo era pasiva y femenina al igual que la tierra y el agua, en cambio, él era activo y masculino como el aire y el fuego. Y yo le sugería que no se durmiera en los laureles, que la tierra y el agua pueden llegar a ser brutales cuando dan rienda suelta a su poderío.

Acostado sobre mí reconocía que su mayor anhelo era que se restableciera la paz, que pertenecer a las huestes castellanas podría ser un orgullo, pero que el ansia por volver a su pueblo y fecundar la tierra de sus mayores -que era lo más bello- se le hacía irresistible.

Añoraba aquella su niñez, cuando un azote en el culo era muestra de cariño, cuando cualquiera del pueblo tenía derecho a echarle una buena regañina. Y al llegar a casa recibía el castigo de su madre porque ya le habían ido con el cuento de sus travesuras.

Una vez, junto a sus amigos tuvo una feliz idea: hacer de barberos en los rosales de la rica del pueblo, aquella mujer que tenía una vaca, un gorrino y tres gallinas más que los demás y para que no la vieran trabajar salía de madrugada a darles de comer, limpiar su casa, hacer la comida, y luego, desde su oscuro sillón de caoba al pie de la ventana, tejía visillos, mantas… Nada que ocurriera en la calle podía sortear su mirada de águila. Aquella mujer no quiso enseñarle a su única amiga el punto a ganchillo de una colcha, que hizo para su cama de matrimonio ni aquella receta de arroz con leche de su abuela. Más tarde lamentaba haber perdido su amistad y la otra arremetía con esta queja: ¿Qué puedo esperar de alguien tan poco generoso que nunca me brindó un vaso de agua? ¿Pensaría que la iban a echar en la tumba su dinero para seguir siendo la más rica del pueblo? Y reía al recordar mientras jugueteaba conmigo.

Interrogo a la torre de la Vela, a los Arrayanes si le ven venir y me pregunto si allá donde fue encontró lo que buscaba o si en el intento quedaron enterrados sus sueños.



© Marieta Alonso Más

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