La Alhambra |
Me llamo Sabika y aunque
algunos solo me ven como una loma, un cerro de las últimas estribaciones de
Sierra Nevada, tengo un corazón que nunca entregué ni se amilanó ante los
romanos cuando vinieron a fundar sus poblados y me pisotearon. Tampoco crean
que me dejé avasallar por las riquezas de la corte del reino Nazarí de Granada,
aunque debo confesar que tengo un punto de orgullo por tener a mis pies la
única ciudad palatina que atesora lo más hermoso del arte musulmán. Ese
castillo rojo que tantas visitas recibe, esa fuente de los Leones simbolizando
las doce tribus de Israel, esas torres…
Mas mi corazón galopó
detrás de un cristiano que me conquistó para después marchar en busca de un
mundo desconocido. Me prometió regresar y en esa espera estoy desde entonces.
Algo le habrá tenido que ocurrir, pues era hombre de palabra.
Extenuado, a la caída de la
tarde, me hacía reír pensando que yo era pasiva y femenina al igual que la
tierra y el agua, en cambio, él era activo y masculino como el aire y el fuego.
Y yo le sugería que no se durmiera en los laureles, que la tierra y el agua pueden
llegar a ser brutales cuando dan rienda suelta a su poderío.
Acostado sobre mí reconocía
que su mayor anhelo era que se restableciera la paz, que pertenecer a las
huestes castellanas podría ser un orgullo, pero que el ansia por volver a su
pueblo y fecundar la tierra de sus mayores -que
era lo más bello- se
le hacía irresistible.
Añoraba aquella su niñez, cuando
un azote en el culo era muestra de cariño, cuando cualquiera del pueblo tenía
derecho a echarle una buena regañina. Y al llegar a casa recibía el castigo de su
madre porque ya le habían ido con el cuento de sus travesuras.
Una vez, junto a sus amigos
tuvo una feliz idea: hacer de barberos en los rosales de la rica del pueblo,
aquella mujer que tenía una vaca, un gorrino y tres gallinas más que los demás
y para que no la vieran trabajar salía de madrugada a darles de comer, limpiar
su casa, hacer la comida, y luego, desde su oscuro sillón de caoba al pie de la
ventana, tejía visillos, mantas… Nada que ocurriera en la calle podía sortear su
mirada de águila. Aquella mujer no quiso enseñarle a su única amiga el punto a
ganchillo de una colcha, que hizo para su cama de matrimonio ni aquella receta
de arroz con leche de su abuela. Más tarde lamentaba haber perdido su amistad y
la otra arremetía con esta queja: ¿Qué puedo esperar de alguien tan poco
generoso que nunca me brindó un vaso de agua? ¿Pensaría que la iban a echar en
la tumba su dinero para seguir siendo la más rica del pueblo? Y reía al
recordar mientras jugueteaba conmigo.
Interrogo a la torre de la
Vela, a los Arrayanes si le ven venir y me pregunto si allá donde fue encontró
lo que buscaba o si en el intento quedaron enterrados sus sueños.
© Marieta Alonso Más
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