sábado, 30 de junio de 2018

De tertulia con... La pereza


Representación de la pereza y la indolencia
Parábola del trigo y la cizaña, 1624, Abraham Bloemaert
































Es más habitual de lo que imaginamos pues está constantemente tentando al ser humano. Se hacen muchos planes, pero…

Nuestros ancestros no utilizaban la frase «lo haré luego» porque gastaban sus energías en beneficio del aquí y el ahora. Si se tenía hambre, se comía; si se tenía sed, se bebía. Los ingleses, grandes hombres pensantes, escribieron: ¡Qué bueno es no hacer nada y luego descansar!

Y es que para realizar algo hay que empezar a hacerlo, gritaba una madre de diez hijos perezosos. No os compliquéis la vida, empezad por lo más sencillo. ¡Ea! Haced vuestras camas. O mejor uno que las haga, otro que quite el polvo, otro que barra, otro que lave, otro que planche, otro que corte leña, otro que guarde el heno, otro que ordeñe las vacas, otro que haga la comida… Madre, quedo yo, que seré quién se la coma, chilló el más joven haciéndose el gracioso.

Los diez gandules, en principio, hicieron oídos sordos a las palabras de la buena madre que durante una semana siguió, ella sola, haciendo las tareas.

Hasta que una noche comentó que para trabajar había que dormir bien, se acabó eso de ir de parranda. Creyeron que eran palabras vanas hasta que vieron a su madre tomar el rifle, con el que cazaba conejos. La buena puntería que tenía la señora les hizo desistir y obedecer. Llegó la orden de sentarse en el porche, les quería contar algo…

«Existía una leyenda que hablaba de los muchos peligros con los que se puede topar un haragán.  En un pueblo remoto, tanto, que muy pocos lo conocían y visitaban, había un hombre tan vago que de noche dormía y de día se tendía, no se levantaba ni siquiera para recoger oro que según comentaba era lo más que ambicionaba.

Su mujer e hijos se hartaron de tanta vagancia y le abandonaron. Él quedó acostado en su camastro.

A través de una ventana podía ver un árbol cubierto de frutos maduros, pero levantarse era demasiado esfuerzo. Un hombre pasó por allí y el perezoso aprovechó para pedirle que le hiciera el favor de llevarlo, con catre y todo, bajo la fronda del árbol.

El forastero hizo lo que le pedía y allí quedó el zángano, bocarriba. Con un palo daba un ligero toque, abría la boca y el fruto caía directamente a sus labios.

¡Qué inteligencia tan preclara tengo! Pensaba con orgullo.

Al ponerse el sol, una bandada de pajaritos, llegaron al árbol, era su hogar, uno de ellos alivió sus intestinos y el excremento cayó en la boca del flojo».

¡Qué asco! Gritaron todos a la vez.

Y con el rifle detrás de ellos comenzaron a ejecutar las tareas que su madre les iba mandando hacer. No voy a permitir ‒se le oyó decir‒que a mis hijos les pase otro tanto cuando yo muera. Y no hay "pero" que valga.   

 






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