Representación de la pereza y la indolencia Parábola del trigo y la cizaña, 1624, Abraham Bloemaert |
Es más habitual de lo que imaginamos pues está constantemente tentando al ser humano. Se hacen muchos planes, pero…
Nuestros ancestros no
utilizaban la frase «lo haré luego» porque gastaban sus energías en beneficio
del aquí y el ahora. Si se tenía hambre, se comía; si se tenía sed, se bebía.
Los ingleses, grandes hombres pensantes, escribieron: ¡Qué bueno es no hacer
nada y luego descansar!
Y es que para realizar algo
hay que empezar a hacerlo, gritaba una madre de diez hijos perezosos. No os
compliquéis la vida, empezad por lo más sencillo. ¡Ea! Haced vuestras camas. O
mejor uno que las haga, otro que quite el polvo, otro que barra, otro que lave,
otro que planche, otro que corte leña, otro que guarde el heno, otro que ordeñe
las vacas, otro que haga la comida… Madre, quedo yo, que seré quién se la coma,
chilló el más joven haciéndose el gracioso.
Los diez gandules, en
principio, hicieron oídos sordos a las palabras de la buena madre que durante
una semana siguió, ella sola, haciendo las tareas.
Hasta que una noche comentó
que para trabajar había que dormir bien, se acabó eso de ir de parranda.
Creyeron que eran palabras vanas hasta que vieron a su madre tomar el rifle,
con el que cazaba conejos. La buena puntería que tenía la señora les hizo
desistir y obedecer. Llegó la orden de sentarse en el porche, les quería contar
algo…
«Existía una leyenda que
hablaba de los muchos peligros con los que se puede topar un haragán. En un pueblo remoto, tanto, que muy pocos lo
conocían y visitaban, había un hombre tan vago que de noche dormía y de día se
tendía, no se levantaba ni siquiera para recoger oro que según comentaba era lo
más que ambicionaba.
Su mujer e hijos se hartaron
de tanta vagancia y le abandonaron. Él quedó acostado en su camastro.
A través de una ventana podía
ver un árbol cubierto de frutos maduros, pero levantarse era demasiado
esfuerzo. Un hombre pasó por allí y el perezoso aprovechó para pedirle que le
hiciera el favor de llevarlo, con catre y todo, bajo la fronda del árbol.
El forastero hizo lo que le
pedía y allí quedó el zángano, bocarriba. Con un palo daba un ligero toque, abría
la boca y el fruto caía directamente a sus labios.
¡Qué inteligencia tan
preclara tengo! Pensaba con orgullo.
Al ponerse el sol, una
bandada de pajaritos, llegaron al árbol, era su hogar, uno de ellos alivió sus
intestinos y el excremento cayó en la boca del flojo».
¡Qué asco! Gritaron todos a
la vez.
Y con el rifle detrás de
ellos comenzaron a ejecutar las tareas que su madre les iba mandando hacer. No
voy a permitir ‒se le oyó decir‒que a mis hijos les pase otro tanto cuando yo
muera. Y no hay "pero" que valga.
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