Sellos rusos emitidos en 1992, conmemorando el primer centenario del ballet "El Cascanueces". |
Este año no
pensaba celebrar la Navidad. Siempre la misma rutina que se vaciaba de
contenido al no haber niños ni hijo en torno al árbol de plástico, cada vez más
pelado. Estaba decidida a comprar uno nuevo, pero al no venir nadie lo dejó
para otra ocasión. En cualquier caso, la falta de celebración navideña no
implicaba tristeza ni abandono, o solo abandono circunstancial, se decía, pues
su hijo se había ido a San Petersburgo a vivir y le resultaba caro y complicado
venir por tan poco tiempo, y a ella le acababan de operar la rodilla y no podía
viajar. Exilio, eso era, una especie de exilio.
Recibió un
Christmas de su hijo y dentro, le había metido unos sellos que conmemoraban la
Pascua rusa. Para que practiques, le escribió. Y recordó cuando era pequeño y
le recitaba en ese idioma una poesía de un pájaro que se perdía en la nieve y
no encontraba el camino de vuelta. También se acordaba de algunas frases:
saludar, me duele la cabeza, te quiero mucho, el niño se va a casa, perro y más
palabras que iban surgiendo de su memoria, como rescatadas detrás de un telón.
Él se divertía oyéndola, era su idioma secreto.
—Háblame en el
francés de cuando eras pequeña —le decía.
—No es francés, es ruso.
—Da igual, pues en ruso.
Y esa mañana, en
que amaneció Madrid nevado, con ese aire de renovación que da la nieve sin
estrenar, pensó que era una señal que la unía a la lejana ciudad dónde estaba
su hijo, y se acordó de Leonidas Manssieref, su profesor de ruso.
Había sido
recomendado por Madame Botsaris, su antigua profesora, otra exiliada gorda y dicharachera,
de la que ya estaba harta, pero sus padres se habían empeñados en que sería muy
útil hablar ruso cuando los comunistas se hicieran dueños del mundo, y año tras
año, con poco resultado, daba sus clases. Él era un príncipe, un hombre muy
refinado y al decirlo Madame Botsaris levantaba los ojos como buscando una
inspiración desaparecida. Así que la llegada del profesor nuevo le
pareció una bendición.
Se sintió
fascinada desde el primer momento por ese hombre menudo, de una palidez
transparente, un traje marrón gastado con chaleco del que pendía la cadena de
oro del reloj y una sortija con escudo en su dedo meñique. Se movía con
ligereza, aunque una leve cojera le obligara a llevar bastón. La empuñadura, de
plata, era una cabeza de lobo.
Pronunciaba
el español con un acento fuerte, pero sus palabras sonaban con la misma dulzura
que cuando hablaba en ruso, y su francés era fluido. Mi segunda lengua
afirmaba.
Aprender, lo que
se dice aprender el idioma, no aprendió mucho, pero supo de las inmensas extensiones
blancas, del color del musgo bajo el hielo, del accidente que lo dejó cojo, de
los paseos en trineo, y en verano, de las playas inquietantes del Báltico y de
la pequeña pensión en la que ahora vivía.
—C´est la vie.
Todo se lo
contaba en una mezcla diabólica de francés, español y ruso, mientras comía con
delicadeza, pero muy decidido, los sándwiches que les dejaban de merienda. Si
sobraba alguno, su madre se lo envolvía con mimo; pobrecillo, si no tendrá que
llevarse a la boca.
A veces, pasados
lo años, aún miraba su firma imponente en el cursilísimo libro de dedicatorias
juveniles, A mi querida alumna, la promesa más dulce de mujer. Príncipe
Leonidas Mansieref y una tremenda rúbrica que sostenía su nombre. Pensó que eso sí era exilio y no lo de ahora.
© Cristina Vázquez
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