domingo, 29 de julio de 2018

Cristina Vázquez: Inger

Inger bajo el sol de Edvard Munch


— Inger. ¡Oh Inger!.

El hombre pronunciaba desolado este nombre, frente a la ventana de la casa de vacaciones, blanca y con tejado de pizarra. A sus pies un bolso de viaje y en las manos un sombrero; su coche no tardaría en llegar para llevarle a la estación. Tenía una estatura mediana y bien proporcionada, el pelo rojizo y una barba recortada en la que comenzaba a aparecer las primeras canas.

Estaba pasando unos días de descanso en casa de sus amigos, los Olaffsen, empeñados en que recuperara energías físicas y espirituales para el resto del año. Le aseguraron que la belleza del lugar, la calma del mar en esa época en que la luz inundaba la noche y los paseos por el campo, le devolverían la salud y confianza en sí mismo.

Un tropiezo con un feligrés influyente, que malinterpretó sus palabras, le obligó a visitar al Obispo, escuchar una dura reprimenda, soportar su injusta y severa mirada y ser retirado por una temporada de su ministerio. Esta fue la gota que colmó su alterado ánimo y tuvo que retirarse unos meses a una casa de reposo, pues la angustia y el nerviosismo le resultaron insoportables y ahora, más recuperado, fue acogido por sus amigos.

Desde los primeros días notó la bondad del lugar. Su efecto calmante, el ruido del mar continuo, pero sin agitación, el verdor de los prados y la buena compañía, eran más eficaces que los días en el hospital.

Una mañana descubrió a una mujer vestida de blanco, con un sombrero de paja y una prolongada y oscura mirada que, siempre a la misma hora, se sentaba plácida en unas rocas a mirar el mar.

Es Inger, nuestra vecina, le confirmó Editha Olaffsen, cuando se interesó por ella.
Pensó que el Señor, en su Misericordia, le estaba compensando de los sufrimientos pasados, y que esa mujer, con su resplandor, podría significar la paz que anhelaba y la compañera deseada, tras muchos  intentos por encontrar pareja. Desdeñó a unas por frívolas, otras por insensibles, algunas por interesadas y muchas por displicentes. Al fin y al cabo él era un buen partido. Y al mirar a Inger, su desconfianza pareció derretirse y rezaba con devoción para que resultara, por fin, la mujer perfecta.

El nerviosismo y la angustia volvían a paralizarle y no se atrevía a dirigirse a ella. Se asomaba cada día a la ventana a mirarla y en esa contemplación recuperaba la paz.

Un día por fin decidió que había llegado el momento de hablarle y así lo hizo. Aprovechando el rato en que la hermosa figura, siempre de blanco como indudable señal de su pureza, contemplaba el mar desde las rocas, se acercó  por detrás y la saludó, pero no obtuvo respuesta. Sentía que el suelo se resquebrajaba a sus pies, y que era incapaz de sobreponerse, pero avanzó hasta situarse más cerca y repetir el saludo. Tampoco esta vez obtuvo contestación ni gesto alguno por parte de la mujer. En ese momento creía que le iba a estallar la cabeza y caería redondo. Hizo un tercer intento frente a ella y  balbuceó que el día era muy tibio, que a él también le gustaba el mar y, señalando la casa, se presentó como amigo de los Olaffsen.

La mujer lo miró con sorpresa y sonrió sin soltar palabra, hecho que le hizo perder su relativo aplomo y, tras una inclinación de cabeza, se retiró a paso vivo dando algún que otro traspié. Se iba quitando la corbata y se abría la camisa con la seguridad de que iba a ahogarse. Al llegar a casa de sus amigos se metió en su cuarto a esperar que, la tormenta que le  arrasaba el ánimo, se calmara. Por nada del mundo quería que vieran signos de una posible recaída que lo llevara, otra vez, a la casa de reposo. Se tomó unas gotas tranquilizadoras y con el tono más neutro que pudo les preguntó por la vecina.

—Se llama Inger, muy guapa, pero sordomuda —afirmó Editha Olaffsen con una mezcla de satisfacción y falso dolor.

© Cristina Vázquez


2 comentarios:

  1. Munch es muy especial e ideal para inspirar historias. Qué bien sabe plasmar las emociones más íntimas. Bonita idea crear un relato a partir de su obra. Enhorabuena.

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