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Inger bajo el sol de Edvard Munch |
— Inger. ¡Oh
Inger!.
El hombre
pronunciaba desolado este nombre, frente a la ventana de la casa de vacaciones,
blanca y con tejado de pizarra. A sus pies un bolso de viaje y en las manos un
sombrero; su coche no tardaría en llegar para llevarle a la estación. Tenía una
estatura mediana y bien proporcionada, el pelo rojizo y una barba recortada en
la que comenzaba a aparecer las primeras canas.
Estaba pasando
unos días de descanso en casa de sus amigos, los Olaffsen, empeñados en que
recuperara energías físicas y espirituales para el resto del año. Le aseguraron
que la belleza del lugar, la calma del mar en esa época en que la luz inundaba
la noche y los paseos por el campo, le devolverían la salud y confianza en sí
mismo.
Un tropiezo con un
feligrés influyente, que malinterpretó sus palabras, le obligó a visitar al
Obispo, escuchar una dura reprimenda, soportar su injusta y severa mirada y ser
retirado por una temporada de su ministerio. Esta fue la gota que colmó su
alterado ánimo y tuvo que retirarse unos meses a una casa de reposo, pues la
angustia y el nerviosismo le resultaron insoportables y ahora, más recuperado,
fue acogido por sus amigos.
Desde los primeros
días notó la bondad del lugar. Su efecto calmante, el ruido del mar continuo,
pero sin agitación, el verdor de los prados y la buena compañía, eran más
eficaces que los días en el hospital.
Una mañana
descubrió a una mujer vestida de blanco, con un sombrero de paja y una
prolongada y oscura mirada que, siempre a la misma hora, se sentaba plácida en
unas rocas a mirar el mar.
Es Inger, nuestra
vecina, le confirmó Editha Olaffsen, cuando se interesó por ella.
Pensó que el
Señor, en su Misericordia, le estaba compensando de los sufrimientos pasados, y
que esa mujer, con su resplandor, podría significar la paz que anhelaba y la
compañera deseada, tras muchos intentos por encontrar pareja. Desdeñó a
unas por frívolas, otras por insensibles, algunas por interesadas y muchas por
displicentes. Al fin y al cabo él era un buen partido. Y al mirar a Inger, su
desconfianza pareció derretirse y rezaba con devoción para que resultara, por
fin, la mujer perfecta.
El nerviosismo y
la angustia volvían a paralizarle y no se atrevía a dirigirse a ella. Se
asomaba cada día a la ventana a mirarla y en esa contemplación recuperaba la
paz.
Un día por fin
decidió que había llegado el momento de hablarle y así lo hizo. Aprovechando el
rato en que la hermosa figura, siempre de blanco como indudable señal de su
pureza, contemplaba el mar desde las rocas, se acercó por detrás y la
saludó, pero no obtuvo respuesta. Sentía que el suelo se resquebrajaba a sus
pies, y que era incapaz de sobreponerse, pero avanzó hasta situarse más cerca y
repetir el saludo. Tampoco esta vez obtuvo contestación ni gesto alguno por
parte de la mujer. En ese momento creía que le iba a estallar la cabeza y caería
redondo. Hizo un tercer intento frente a ella y balbuceó que el día era
muy tibio, que a él también le gustaba el mar y, señalando la casa, se presentó
como amigo de los Olaffsen.
La mujer lo miró
con sorpresa y sonrió sin soltar palabra, hecho que le hizo perder su relativo
aplomo y, tras una inclinación de cabeza, se retiró a paso vivo dando algún que
otro traspié. Se iba quitando la corbata y se abría la camisa con la seguridad
de que iba a ahogarse. Al llegar a casa de sus amigos se metió en su cuarto
a esperar que, la tormenta que le arrasaba el ánimo, se calmara. Por nada
del mundo quería que vieran signos de una posible recaída que lo llevara, otra
vez, a la casa de reposo. Se tomó unas gotas tranquilizadoras y con el tono más
neutro que pudo les preguntó por la vecina.
—Se llama Inger,
muy guapa, pero sordomuda —afirmó Editha Olaffsen con una mezcla de
satisfacción y falso dolor.
© Cristina Vázquez
Munch es muy especial e ideal para inspirar historias. Qué bien sabe plasmar las emociones más íntimas. Bonita idea crear un relato a partir de su obra. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias Blanca por tus comentarios. Besos
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