miércoles, 2 de diciembre de 2020

Amantes de mis cuentos: Soledades


El viejo Gumersindo se despertó. Ya era hora de levantarse. Al ponerse en vertical los huesos se fueron colocando en su sitio. No necesitaba vestirse, se acostaba con la ropa puesta, y se cambiaba los sábados al mediodía, día que dedicaba a su aseo personal. Se fue a encender la lumbre y a preparar el primer café del día. Siempre lo ha saboreado en un viejo tazón desportillado de la época de su niñez con una buena rebanada de pan casero. Y nada más. Tan de mañana el cuerpo no le pide nada más.

Entonces arregla el camastro, lo deja todo recogido y se va a atender y ordeñar las ovejas. Pronto parirán tres de ellas –Lucero, Estrella, Luna−  y eso es bueno para su economía. Desde muchos años atrás se dedica a hacer quesos que luego vende en la feria anual del pueblo que le queda a unos cinco kilómetros. Se ha ganado buena fama con ellos. Tiene clientes fijos que le esperan cada año. Las ovejas le despiden con un balido al unísono.

Una cosa hecha. Y sonriendo se va yendo despacito hacia su viña, en la ladera de la montaña, la contempla desde abajo, un paisaje precioso, con sus surcos bien trazados. Está orgulloso del resultado de todos sus esfuerzos. La viña está al final del camino a medio kilómetro de su casa. Es una zona por la que no pasa nadie. Cuando ya no esté y crezcan las retamas, nadie imaginará que allí hubo una buena viña, a la que un viejo cascarrabias podaba, escardaba, y sobre todo vigilaba como si fuera una querida. Iba pisando el suelo con amor. La tierra. Palabra que le llena la boca y la repite haciendo hincapié en las erres. La que no da limosnas, hay que ganarse el fruto, le grita al viento. 

Cansado se sienta sobre esa piedra grande que cada día le espera como una buena amiga. El sol, la mejor de las medicinas, abraza sus huesos y músculos mal engrasados que chirrían, crujen en cuanto intenta levantarse de nuevo, para acercarse a la huerta.

El médico le ha dicho que nada de embutidos. ¡Tonto, más que tonto! Si se va a privar de lo que le brinda el cerdo, con lo rico que sabe el jamón, el tocino, el salchichón…, tanto le da morirse. También dijo que nada de alcohol. El colmo. Un exceso de oratoria la del galeno.

Regresa a su choza y se acerca a la alacena. Saca la mitad de un chorizo y un pedazo de queso seco. Mira a su alrededor como si quisiera recordar algo y se fue andando pasito a pasito hasta el cajón de la descolorida mesa de castaño, aquella que heredó de sus padres, hoy acribillada de heridas y con esa mugre que por mucho que se limpie, a fuerza de ser mesa, se va incrustando. Allí está el cuchillo. Cortó una buena rebanada de pan y se hizo un bocadillo contundente. Era su almuerzo. Tras el primer mordisco el resto lo engulló con la ayuda de un buen vaso de vino.

Miró a su alrededor. No tenía más que cosas viejas, pero en buen estado. Solo una silla cojitranca  con el asiento de paja espera en una esquina a que le dedique tiempo y esmero para poder estar a la altura de su otra hermana. Para las visitas que recibía, dos eran suficientes.

Comprobó si tenía bastante retama seca y troncos para la chimenea. Los inviernos eran duros y había que ser precavido. El humo ha tiznado las paredes de la cocina, nunca las ha limpiado, lo sucio da sensación de vida, las cosas muy limpias parecen estancias muertas.

Luego puso en la trébede una olla negra, y preparó los ingredientes que había traído de la huerta. Le gustaba cenar una buena sopa. Le asentaba el estómago. Se iría haciendo poco a poco.

Echó una cabezada de una media hora más o menos. Le ayudaba a enfrentarse con las labores de la tarde. Se desperezó y se caló la boina hasta las orejas. Las gallinas le esperaban un tanto alborotadas, eran exigentes, pensarían que si quería tener huevos frescos algún precio tendría que pagar.

Hace ochenta y cinco años que oye gritar al gavilán, que siente el zumbido de las abejas, y el agua cristalina que corre por ese río que está un poco más abajo de su casa.

Le viene a la mente que los años no pasan en balde. El tejado necesita un arreglo. Se resiste a pensar en cosas tristes. Y se levanta diciéndose con ánimo: Venga, que mañana será otro día –una ráfaga de silencio– si Dios quiere.

 

© Marieta Alonso Más


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