Háblame del mar, madre mía. Quiero
oír el susurrar de las olas, quiero que tomes mi mano y nos adentremos en lo
profundo, que la frialdad del agua me suba por los tobillos, la cintura, el
cuello, el pelo. Al desaparecer bajo las aguas, pensando que así se moría uno,
algo hizo que moviera los pies y sacara la cabeza a la superficie, sintiendo el
cálido frescor del viento. Ha sido el instinto de supervivencia, aseguraste
cuando te conté el terror que sentí. Quizás a padre, dentro de aquella mina que
se derrumbó, el instinto no le llegó a tiempo y no pudo regresar a la vida.
Háblame del monte, madre mía.
Enséñame lo que es un repecho, un árbol, un arbusto, el color de la hierba.
También quiero aprender cómo respirar hondo para no cansarme, y el significado
de esas rayas de color blanco y rojo, y esas otras de color blanco y amarillo,
que me describes. Así sabré si voy por un GR o un PR. En uno de esos largos
paseos que dábamos me ayudaste a esquivar una serpiente pequeña y negra que
pretendía cruzarse en mi camino, me avisaste sin gota de miedo con tu voz
cantarina que a mi derecha había un pequeño obstáculo que reptaba, y le dimos
esquinazo. ¡Cuánto nos reímos! Se fue culebreando hacia otro lado, dijiste.
Háblame del valle, madre mía.
Llévame a pasear por el pueblo, por sus alrededores, acerquémonos al tronco de
ese árbol que os dio cobijo a papá y a ti, la vez que os pilló aquella tormenta,
y él aprovechó para darte el primer beso. Quiero pasear por la orilla del sendero
que nos conduce a nuestra casa, quiero oler la fragancia de esas rosas que
sembraste de niña. Me dijiste que las había rojas, rosadas, amarillas, negras, en
cambio, sus hojas eran siempre verdes, de muchos tonos, pero verdes. A no ser
que estuvieran secas. ¿Te acuerdas?
Me gastaste una broma al
querer acariciar aquellos pétalos que me silbaban dulces melodías. No me
avisaste y me pincharon las espinas. Me asusté y tú te reíste. Me aconsejaste
que llevara el dedo a la boca, la saliva cicatrizaría esas pequeñas heridas, esos
puntitos que mi lengua percibía y supe a qué sabía la sangre y capté que el color
rojo también podía ser líquido. Aprendí a diferenciar los colores por el tacto
o por la intuición, a saber.
Cuando llegó el momento de ir
a la escuela, ya conocía muchas cosas. Gracias a ti. Tantas que uno de los
profesores me tomó bajo su amparo, y me enseñó a ver con los ojos del alma,
porque aprendí a leer, a comprender y a pensar. Me decía que yo era ese alumno
que siempre había deseado tener.
Para asombro de muchos asistí
a la universidad, me casé y tuve tres hijos a los que enseñaste las mismas
cosas que a mí, pero de distinta manera, ellos no necesitaban tantas
explicaciones.
Hoy, madre mía, marchaste. Te
fuiste a la habitación de al lado como diría San Agustín. Anoche quise
despedirme dándote las gracias. No me dejaste. Tus últimas palabras, muy
tenues, fueron:
−Te quiero, hijo mío.
−Lo sé, mamá. Y yo a ti.
© Marieta Alonso Más
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