Inger bajo el sol de Edvard Munch |
No le gustaba sentir la suciedad de la arena en los
zapatos. Agneta prefería sentarse en las rocas mientras contemplaba cómo el mar
llegaba hasta ella pausado, tranquilo. Otras veces, las encrespadas olas
arañaban con rabia el desespero que sentía en su interior.
Desde las peñas, de vez en cuando, dirige la mirada
hacia el suelo para ver entrar y salir las olas entre los huecos de las
piedras, arrastrando algas y conchas. Allí espera sentada, casi sin levantar la
vista del horizonte, hasta que al caer la tarde agita la pamela de paja al
viento, igual que hizo con el pañuelo de seda al despedir a Svend en el puerto.
Luego, se va saltando de una piedra a otra. Lo hace despacio, sin importarle el
tiempo.
Aquel día le costó mucho salir de casa. Sus
padres le dijeron que persistir en su conducta le causaría una enfermedad. A la
joven no le importaron ni los ruegos ni las amenazas. Sabía que la gente
murmuraba, que desaprobaban su actitud, incluso que lo hacía su familia, sus
amigos. A ella le daba igual que no la entendieran, le daba igual que dijeran
que Svend no iba a volver. Ellos no sabían que la noche antes de embarcar,
había puesto en su dormitorio jarrones con margaritas y rosas, palos de canela
y vainilla en la cera de las velas y que, igual que en su noche de bodas,
arropados sus cuerpos con sábanas de luna, Svend y ella se habían amado.
Después, hasta que llegó la hora de partir, en sus horas de desmayo escucharon
muy juntos el suave batir de las olas. Ellos tampoco sabían que esa noche Svend
le juró que tornaría.
Por eso, la joven, vestida de blanco, una tarde tras
otra, volvía a las rocas de verdes líquenes. Cuando decidiera regresar, Svend
la encontraría como vela al viento, como el haz de luz de un faro alumbrándole
el camino de vuelta
El mar estaba en calma cuando Agneta caminaba feliz
hacia la playa respirando la brisa cálida. Atravesó la arena y saltó entre las
peñas buscando la más alta, la más blanca, aquella que le servía de asiento.
Sobre ella y con la pamela en las manos, aguardaba tranquila a que se fundiera
la luz del sol con la de la noche, hasta que el firmamento se llenó de
estrellas, hasta que vio aparecer una redonda y brillante luna. Ella,
anhelante, la contemplaba. Poco a poco, su luz se fue volviendo blanca, tan
brillante, que al elevarse por el firmamento dejó sobre el mar un camino de
plata.
Sonriente, trémula, Agneta caminó por él.
© Malena
Teigeiro
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