Era noviembre y el día había comenzado frío, se veía en el horizonte el
despuntar de la mañana con un ligero rayo de sol.
Se abrigó con su ajado corta vientos y sus raídas botas marrones, viejos
compañeros en su andar por esos preciosos parajes. Con su cesta de recoger
setas se encaminó hacia ese bosque que tan bien conocía.
Era un lugar precioso que cada año visitaba, ese ecosistema tan complejo
formado por: Plantas, árboles, arbustos, animales que interaccionaban
en ese medio de vida: Nacer, crecer ‒en el que los unos se alimentan de los
otros‒, que luego mueren y se descomponen.
Francisco era feliz en ese entorno. En su mochila llevaba la navaja
y la cesta de mimbre para la recogida de setas. Todo eso él lo conocía bien. Cruzó ese pequeño
pueblo de apenas doscientos habitantes y se adentró en el maravilloso entorno
natural.
No se cansaba de visitar aquel bello paraje en los que abundaban arroyos
y un bosque de rincones espectaculares. Le encantaba pasar por el lado de
la cascada, este año llevaba abundante caudal. Muy pocas veces lo visitó en
pleno invierno, por lo peligroso del caminar, aunque reconocía que era impresionante
ver el agua helada con la cascada formando un escenario único de
admiración.
Cruzó el pinar y encontró los primeros níscalos de temporada. Hoy estaba de
suerte, la veda para los recolectores de hongos estaba abierta, por el camino
se cruzó con gente del pueblo. Algunos habían madrugado y ya iban de vuelta con
cestos repletos de ese delicioso manjar. Dos días de lluvia copiosa y habían
brotado los boletus.
Estaba eufórico paseando por la arboleda, su respiración se hacía de
forma consciente. Al terminar de coger su cesta se sentó bajo el viejo
nogal y siendo acariciado por su ramaje, encontró el fruto que una ardilla tiró
sin querer y que rebotó a sus pies.
©Pilar Alonso de Pedro
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