El tramposo del as de tréboles. George Latour |
Para Ximena, conocedora de arcanos.
Se había jurado y perjurado que nunca
más caería en las manos de ningún tahúr, pero Giacomo… ¡Era tan
exigente! Exigencia adecuada a su belleza, a su gracia, que la obligaba a
derrochar dinero para que estuviera feliz, para que no se esfumara de
su lado, para no perder la ilusión de su amor. Aunque había algo
tenebroso en él que Apolonia no era capaz de explicar. Un misterio que
parecía precederle y luego envolverlo, una oscuridad que perfilaba más
su apostura y a ella la hacía tambalearse en una incertidumbre, que por
fin la había despertado a la vida encadenándole a él.
Llevaba siete años viuda de un hombre
mayor, quisquilloso y vulgar con el que la habían casado por su dinero,
pero al morir, la herencia que dejó no fue tan abundante como soñaba su
familia, y aunque tenía para vivir holgadamente, los pequeños caprichos a
los que siempre estuvo acostumbrada, se le hacían más difíciles de
conseguir. Su dama de compañía, otra viuda, en este caso ciertamente
empobrecida, era una mujer entendida en engaños y placeres que tuvo que
abandonar por reveses de la fortuna, la fue conduciendo a partidas de
cartas que la permitieron ganancias inesperadas. Nunca sospechó que
pudiera embargarla emoción tan fuerte, al tener entre sus dedos una
buena jugada, al vivir el placer de lo prohibido y el delicioso secreto
de los doblones escondidos. Tampoco imaginó el desasosiego por las
pérdidas o por tener que empeñar joyas para pagar. Jamás antes había
sentido pasión alguna. Siempre creyó que era una mujer que podía vivir
en la indiferencia.
En una de las partidas de cartas
apareció Giacomo, elegante, altivo. Jugaba con desdén sin importarle si
ganaba o perdía y tras haber dejado sobre el tapete una gran cantidad de
dinero que ella ganó, se acercó por detrás y le pasó el puño de su daga
por la espalda, como una caricia heladora y llena de promesas.
—El ardor con que juegas será mío.
En ese momento descubrió algo que la
aterró. Tuvo la certeza de que no sería dueña de sí misma nunca más. Se
hicieron amantes. Él aparecía y desaparecía. Nunca consiguió saber a qué
dedicaba el tiempo de su ausencia. A veces volvía con las manos llenas
de oro, otras como un perro apaleado, y algunas, herido. Jamás dijo
nada, ni quién era, ni de dónde venía y Apolonia fue encontrando en la
dureza de sus abrazos y sus exigencias, una cadena irrompible que la iba
hundiendo.
Cuando necesitaba dinero la obligaba a
jugar y luego repartía con ella las ganancias, en el caso que las
hubiera, y si no la abandonaba una temporada en señal de castigo.
Mientras jugaba siempre se ponía tras ella con el puño de la daga
acariciándole la espalda. Al sentir el zigzag que iba trazando entre sus
omoplatos, un frío ardiente la enloquecía
Llevaba Giacomo unos días fuera, porque
la partida anterior había sido desastrosa, y pidió a su doncella que le
organizara otra para resarcirse. La última, se prometía con desolación.
Y en esa última partida, con un tahúr de
los que ocasionalmente frecuentaba, al abrir con temblor las cartas,
los cuatro reyes se desplegaron seguidos en sus manos, enlazados en una
suerte de danza. Y se percató súbitamente de que todas las figuras
tenían dos manos, excepto el rey de corazones que tenía cuatro. Se
sobresaltó al comprobar que dos de ellas descansaban sobre la deforme
panza, y las otras dos surgían a su espalda con un puñal. Al rey de
corazones lo estaban matando o el rey de corazones mataba.
Soltó las cartas ganadoras sobre la mesa y huyó despavorida.
© Cristina Vázquez
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