martes, 29 de enero de 2019

Cristina Vázquez: La última partida

El tramposo del as de tréboles. George Latour

Para  Ximena, conocedora de arcanos.

Se había jurado y perjurado que nunca más caería en las manos de ningún tahúr, pero Giacomo… ¡Era tan exigente! Exigencia adecuada a su belleza, a su gracia, que la obligaba a derrochar dinero para que estuviera feliz, para que no se esfumara de su lado, para no perder la ilusión de su amor. Aunque había algo tenebroso en él que Apolonia no era capaz de explicar. Un misterio que parecía precederle y luego envolverlo, una oscuridad que perfilaba más su apostura y a ella la hacía tambalearse en una incertidumbre, que por fin la había despertado a la vida encadenándole a él.

Llevaba siete años viuda de un hombre mayor, quisquilloso y vulgar con el que la habían casado por su dinero, pero al morir, la herencia que dejó no fue tan abundante como soñaba su familia, y aunque tenía para vivir holgadamente, los pequeños caprichos a los que siempre estuvo acostumbrada, se le hacían más difíciles de conseguir. Su dama de compañía, otra viuda, en este caso ciertamente empobrecida, era una mujer entendida en engaños y placeres que tuvo que abandonar por reveses de la fortuna, la fue conduciendo a partidas de cartas que la permitieron ganancias inesperadas. Nunca sospechó que pudiera embargarla emoción tan fuerte, al tener entre sus dedos una buena jugada, al vivir el placer de lo prohibido y el delicioso secreto de los doblones escondidos. Tampoco imaginó el desasosiego por las pérdidas o por tener que empeñar joyas para pagar. Jamás antes había sentido pasión alguna. Siempre creyó que era una mujer que podía vivir en la indiferencia.

En una de las partidas de cartas apareció Giacomo, elegante, altivo. Jugaba con desdén sin importarle si ganaba o perdía y tras haber dejado sobre el tapete una gran cantidad de dinero que ella ganó, se acercó por detrás y le pasó el puño de su daga por la espalda, como una caricia heladora y llena de promesas.

—El ardor con que juegas será mío.

En ese momento descubrió algo que la aterró. Tuvo la certeza de que no sería dueña de sí misma nunca más. Se hicieron amantes. Él aparecía y desaparecía. Nunca consiguió saber a qué dedicaba el tiempo de su ausencia. A veces volvía con las manos llenas de oro, otras como un perro apaleado, y algunas, herido. Jamás dijo nada, ni quién era, ni de dónde venía y Apolonia fue encontrando en la dureza de sus abrazos y sus exigencias, una cadena irrompible que la iba hundiendo.

Cuando necesitaba dinero la obligaba a jugar y luego repartía con ella las ganancias, en el caso que las hubiera, y si no la abandonaba una temporada en señal de castigo. Mientras jugaba siempre se ponía tras ella con el puño de la daga acariciándole la espalda. Al sentir el zigzag que iba trazando entre sus omoplatos, un frío ardiente  la enloquecía

Llevaba Giacomo unos días fuera, porque la partida anterior había sido desastrosa, y pidió a su doncella que le organizara otra para resarcirse. La última, se prometía con desolación.

Y en esa última partida, con un tahúr de los que ocasionalmente frecuentaba, al abrir con temblor las cartas, los cuatro reyes se desplegaron seguidos en sus manos, enlazados en una suerte de danza. Y se percató súbitamente de que todas las figuras tenían dos manos, excepto el rey de corazones que tenía cuatro. Se sobresaltó al comprobar que dos de ellas descansaban sobre la deforme panza, y las otras dos surgían a su espalda con un puñal. Al rey de corazones lo estaban matando o el rey de corazones mataba.

Soltó las cartas ganadoras sobre la mesa y huyó despavorida.




© Cristina Vázquez

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