Nunca olvidé el olor de la higuera. Cada
vez que recordaba ese verano venía a mí con una pujanza que borraba
todo lo demás. A veces me llenaba de bienestar, otras removía el dolor y
la vergüenza que tanto me ha costado olvidar o adormecer. Mi teoría,
hoy que soy vieja, es que hay que pedir a los dioses que no hieran con
crudeza a los jóvenes, pues la marca queda indeleble en su carne
perfecta, inmaculada.
Me he atrevido a acercarme a las ruinas
de la casita. Es una especie de viaje de memoria y despedida a la vez,
pues creo, aunque no estoy segura, que ya puedo recordar y ver todo este
paisaje con la tranquilidad y lejanía de los años. He ido sola y casi
no la reconozco pues las distancias en el recuerdo se confunden, se
solapan con los latidos del corazón desbocado. En su día el recorrido
para ir al encuentro resultaba breve, ligero y el de despedida largo,
como si los metros se multiplicaran por la pesadumbre que me agarrotaba.
No consigo imaginar, ni quiero, cómo
serías si hubieras vivido. La única ventaja ha sido poder guardar tu
imagen preciosa, con todo el esplendor de tu juventud. El pelo revuelto
sobre la frente altiva, la boca resplandeciente de blancura y risa, tu
cuerpo nervudo y terso, moreno con los soles de la esperanza y del
engaño. ¿Cómo pudimos soñar que fuera posible? Cuántos planes para huir,
trazados con precisión, creíamos que hasta con disimulo y apoyo.
Un tiro, un solo tiro brutal de mis
hermanos en tu tersa, palpitante sien y tu perfil se quedó quieto, como
el de una moneda antigua de bronce, chorreando sobre la almohada de
arpillera. Parecías un dios clásico, un héroe amado. A mí me arrastraron
como a una loca, eso sí con el honor vengado, y después de unos días
entre sábanas, manos silenciosas y susurros piadosos de mujeres de mi
familia, me mandaron fuera, lejos. El olvido, solo cabía el olvido. Como
es joven olvidará, decían.
Nunca olvidé y eso me ha salvado de
volverme un ser estéril, muerto antes de vivir. Tus manos fueron siempre
las manos del otro, del marido conveniente y amable, y en el hijo
buscaba ciega algún rastro tuyo. Y alguno encontré. Tu frente altiva
pervive.
—Abuela, ¿qué haces aquí sola? Es peligroso.
Me giré y me vi corriendo con la misma
ligereza, el mismo afán y sonreí, porque he visto que una hoja de la
higuera que tantas veces nos cobijó, ha florecido en un arbolillo, que
parece custodiar la ventana por la cual nos asomábamos a una esperanza y
a una vida que no llegó.
© Cristina Vázquez
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