lunes, 29 de abril de 2019

Cristina Vázquez: ¡Qué dulzura!

Pastelería Niza

Un hombre hermoso, así lo definía doña Amalia aposentada en sus carnes, su riqueza y su nombre, hermoso pero inútil. Y barría el aire con un abanico de una sutileza inadecuada a sus manos amorcilladas por sortijas. Su pequeña corte de amigas, provincianas y deslucidas, se reunían en torno a ella tres veces por semana en la pastelería de la calle Alta. Cuando hacía el inevitable comentario sobre el camarero, todas le miraban al unísono, mientras él, arrastrando los pies, servía delicados dulces en veladores de mármol.

Había sido la última novedad a comentar en la ciudad, que como una Vetusta de tono menor, daba cobijo a una población cansada de mirarse y sin voluntad de abrir sus ojos hacia otros rumbos.

Después de varias consultas con el párroco y extensas charlas sobre la necesidad de ayudar y mejorar al prójimo con sus amigas, doña Amalia tomó la decisión de hacer del camarero un hombre de provecho. Teniendo en cuenta que el nombre del susodicho era Deogracias y que venía de un país de Ultramar, cuyo nombre la Doña no conseguía retener, que le daba un hablar dulce, decidió en un acto de generosidad y arrojo comprar la pastelería, que iba decayendo con languidez y poner al frente al hermoso. Aunque siempre perorara sobre su inutilidad, en su cómputo podía más su belleza, su hablar pausado de lejanos ecos y esa sonrisa que parecía glaseada por una dulzura inalcanzable.

Su vida rutinaria empezó a tomar un aliciente en el arreglo del local y ahí descubrió las cualidades del hombre que, como si le hubiesen puesto un resorte, pintó, arregló y dispuso con gracia unos anaqueles, donde hacer combinaciones de dulces con diferentes colores, que cambiarían cada semana.

Doña Amalia bendecida por su buena obra y excelente resultado, parecía restallar en sus apretados vestidos, que de manera imperceptible escotaba y aligeraba cada vez más. Hasta perdió peso, y eso era difícil teniendo la tentación de las pastas y delicias tan cercanas todo el día. Descubrió que tenía alma de negociante y que el ruido de la caja registradora le resultaba una música celestial y más celestial aún sentarse, al echar el cierre, a hacer cuentas en la trastienda con su encargado, pues ya había pasado a categoría de encargado, el cual sugirió que contrataran a una chica para hacer frente al aumento de trabajo.

—Lo de la pastelería, doña Amalia, siempre tiene un toque más femenino, como el que usted le ha sabido dar.

Los suspiros de la Doña hacían volar polvo de azúcar que le blanqueaba el pelo al hombre, y ella se imaginaba cómo envejecería, y con ese dulce polvito en las sienes su diferencia de edad se acortaba. Esto la hacía sonreír con una blandura de merengue.

Deogracias le agradecía, como corresponde a su nombre, su bondad, e insistía en que otra mano que ayudara se estaba haciendo indispensable. La buena mujer se resistía, pues esa pequeña y dulce soledad compartida, ese decidir los colores de los pasteles al unísono, rosa y verde una semana, otra naranja y chocolate, otra azul cielo y blanco, le producía un cosquilleo desconocido para ella hasta entonces, y que estaba empezando a dar que hablar en la Vetusta tradicional.

Decidió que le haría su socio a cambio de que no entrara ninguna mano femenina más que la suya, pues aunque le llenaba el pelo de polvo de azúcar cada tarde en la trastienda y le acercara golosona a la boca una nueva creación, esperando a qué él le diera el visto bueno, el hermoso, ya para ella hermosísimo y utilísimo Deogracias, nunca respondió a ninguna insinuación de la Doña, hasta que le propuso no solo ser socio sino marido. Él aceptó con respeto y le besó la mano con una delectación que casi se desmaya de hipoglucemia.

Pasaron unos meses y el ya marido empezó a ganar peso, sentado detrás de la caja registradora, mientras doña Amalia subía y bajaba a coger pastas, tartas, daba órdenes en el obrador y soportaba con resignación a la nueva muchachita, de su mismo país de Ultramar, que había llegado por casualidad a la ciudad, y que él confió al generoso corazón de su mujer para que la acogiese.

Una mañana corrió la voz que Doña Amalia había sufrido una repentina parálisis y que estaba grave. Se cerró la pastelería y después de un mes volvieron a abrir. Esta vez el colorido era de chocolate negro intenso con unos pequeños, casi imperceptibles adornos de merengue. Apareció sentada en una mesa que daba a la calle, rígida, sin poder hablar y mirando con ojos asustados y torcidos su pastelería y la gente que entraba. Deogracias, enderezándola cada poco, le daba un pastelito en la boca y seguía sentado en la caja, mientras la nueva chica iba y venía con un andar cadencioso de potranca joven, que hacía desviar las miradas de los clientes.


Al cabo del mes, la pusieron en un sitio alejado de la ventana, pues asustaba un poco a los niños y a alguna clienta quisquillosa. A veces una amiga venía a hacerle compañía en su silencio forzado o en su medio hablar incomprensible. A los dos meses tocó la campana a muerto por toda la ciudad. Doña Amalia se había atragantado con un empiñonado. Una amiga susurraba que le había entendido decir que su marido no era Deogracias, sino su Desgracia. Pero nadie la creyó.

© Cristina Vázquez


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