Pastelería Niza |
Un hombre hermoso, así lo definía doña
Amalia aposentada en sus carnes, su riqueza y su nombre, hermoso pero
inútil. Y barría el aire con un abanico de una sutileza inadecuada a sus
manos amorcilladas por sortijas. Su pequeña corte de amigas,
provincianas y deslucidas, se reunían en torno a ella tres veces por
semana en la pastelería de la calle Alta. Cuando hacía el inevitable
comentario sobre el camarero, todas le miraban al unísono, mientras él,
arrastrando los pies, servía delicados dulces en veladores de mármol.
Había sido la última novedad a comentar
en la ciudad, que como una Vetusta de tono menor, daba cobijo a una
población cansada de mirarse y sin voluntad de abrir sus ojos hacia
otros rumbos.
Después de varias consultas con el
párroco y extensas charlas sobre la necesidad de ayudar y mejorar al
prójimo con sus amigas, doña Amalia tomó la decisión de hacer del
camarero un hombre de provecho. Teniendo en cuenta que el nombre del
susodicho era Deogracias y que venía de un país de Ultramar, cuyo nombre
la Doña no conseguía retener, que le daba un hablar dulce, decidió en
un acto de generosidad y arrojo comprar la pastelería, que iba decayendo
con languidez y poner al frente al hermoso. Aunque siempre perorara
sobre su inutilidad, en su cómputo podía más su belleza, su hablar
pausado de lejanos ecos y esa sonrisa que parecía glaseada por una
dulzura inalcanzable.
Su vida rutinaria empezó a tomar un
aliciente en el arreglo del local y ahí descubrió las cualidades del
hombre que, como si le hubiesen puesto un resorte, pintó, arregló y
dispuso con gracia unos anaqueles, donde hacer combinaciones de dulces
con diferentes colores, que cambiarían cada semana.
Doña Amalia bendecida por su buena obra y
excelente resultado, parecía restallar en sus apretados vestidos, que
de manera imperceptible escotaba y aligeraba cada vez más. Hasta perdió
peso, y eso era difícil teniendo la tentación de las pastas y delicias
tan cercanas todo el día. Descubrió que tenía alma de negociante y que
el ruido de la caja registradora le resultaba una música celestial y más
celestial aún sentarse, al echar el cierre, a hacer cuentas en la
trastienda con su encargado, pues ya había pasado a categoría de
encargado, el cual sugirió que contrataran a una chica para hacer frente
al aumento de trabajo.
—Lo de la pastelería, doña Amalia, siempre tiene un toque más femenino, como el que usted le ha sabido dar.
Los suspiros de la Doña hacían volar
polvo de azúcar que le blanqueaba el pelo al hombre, y ella se imaginaba
cómo envejecería, y con ese dulce polvito en las sienes su diferencia
de edad se acortaba. Esto la hacía sonreír con una blandura de merengue.
Deogracias le agradecía, como
corresponde a su nombre, su bondad, e insistía en que otra mano que
ayudara se estaba haciendo indispensable. La buena mujer se resistía,
pues esa pequeña y dulce soledad compartida, ese decidir los colores de
los pasteles al unísono, rosa y verde una semana, otra naranja y
chocolate, otra azul cielo y blanco, le producía un cosquilleo
desconocido para ella hasta entonces, y que estaba empezando a dar que
hablar en la Vetusta tradicional.
Decidió que le haría su socio a cambio
de que no entrara ninguna mano femenina más que la suya, pues aunque le
llenaba el pelo de polvo de azúcar cada tarde en la trastienda y le
acercara golosona a la boca una nueva creación, esperando a qué él le
diera el visto bueno, el hermoso, ya para ella hermosísimo y utilísimo
Deogracias, nunca respondió a ninguna insinuación de la Doña, hasta que
le propuso no solo ser socio sino marido. Él aceptó con respeto y le
besó la mano con una delectación que casi se desmaya de hipoglucemia.
Pasaron unos meses y el ya marido empezó
a ganar peso, sentado detrás de la caja registradora, mientras doña
Amalia subía y bajaba a coger pastas, tartas, daba órdenes en el obrador
y soportaba con resignación a la nueva muchachita, de su mismo país de
Ultramar, que había llegado por casualidad a la ciudad, y que él confió
al generoso corazón de su mujer para que la acogiese.
Una mañana corrió la voz que Doña Amalia
había sufrido una repentina parálisis y que estaba grave. Se cerró la
pastelería y después de un mes volvieron a abrir. Esta vez el colorido
era de chocolate negro intenso con unos pequeños, casi imperceptibles
adornos de merengue. Apareció sentada en una mesa que daba a la calle,
rígida, sin poder hablar y mirando con ojos asustados y torcidos su
pastelería y la gente que entraba. Deogracias, enderezándola cada poco,
le daba un pastelito en la boca y seguía sentado en la caja, mientras la
nueva chica iba y venía con un andar cadencioso de potranca joven, que
hacía desviar las miradas de los clientes.
Al cabo del mes, la pusieron en un sitio
alejado de la ventana, pues asustaba un poco a los niños y a alguna
clienta quisquillosa. A veces una amiga venía a hacerle compañía en su
silencio forzado o en su medio hablar incomprensible. A los dos meses
tocó la campana a muerto por toda la ciudad. Doña Amalia se había
atragantado con un empiñonado. Una amiga susurraba que le había
entendido decir que su marido no era Deogracias, sino su Desgracia. Pero
nadie la creyó.
© Cristina Vázquez
No hay comentarios:
Publicar un comentario