Tengo una amiga invisible,
Irene, que juega conmigo. En cuanto termino las clases subo corriendo a verla.
Abro la puerta de la habitación donde tengo todos mis juguetes, y grito:
‒¡Hola! Ya estoy aquí.
Y oigo su voz invitándome a
merendar en su casita, que es un chalet moderno con un portal enorme rodeando
la estructura, y una terraza en la azotea con muchas flores. Está situada en la
pared que da al norte.
Le digo que me dé cinco
minutos para dejar los libros y que me voy con ella enseguida. Mi tata trae la
merienda y mueve la cabeza cuando oye las risas que echo con mi amiga.
Ella es rubia, yo soy morena.
Tiene los ojos verdes tan grandes como las hojas de la malanga, los míos son brillantes
y negros como el azabache. Su pelo es tan lacio como el de los chinos, el mío
ondulado como la pendiente de la montaña que vemos cuando nos asomamos al
balcón.
Siempre me espera recostada
en un diván. Me siento en el suelo y le cuento cómo me ha ido el día, con esos
profesores particulares, sabios y sosos que solo saben enseñar números y
letras; que mi madre me lanzó un beso mañanero desde la puerta, se iba a jugar
squash con un nuevo profesor; que mi padre me animó a estudiar mucho para ser «alguien»
el día de mañana. ¡Pobre! Pasa las horas en aburridas reuniones laborales a la
espera de que crezca y le reemplace en el negocio familiar.
Solo cuento con cinco minutos
para relatar mis cuitas, me recuerda Irene. Así tendremos más tiempo para
jugar.
Hoy toca pasar la tarde en mi
casita que está en la pared sur. Su estilo es victoriano, de dos plantas. La
cocina está en la planta baja y allí nos hemos metido para hacer tocinillo de
cielo que a las dos nos gusta a rabiar. Nos quedamos pensativas y bajé corriendo
a la cocina de mi casa de verdad. Cogí con disimulo una docena de huevos y un
paquete de azúcar blanca. Con tan mala suerte subiendo las escaleras me caí y
las claras y las yemas me envolvieron de la cabeza a los pies.
Corriendo vino mi tata al oír
tal estruendo. ¡Adiós tocinillo de cielo! Seguro que me va a castigar toda la
tarde frente a la pared. Para mi asombro, me dio un beso, me llevó al cuarto de
baño, y tras lavarme me puso unos pantalones vaqueros. Me tomó de la mano para
llevarme al pueblo donde tiene una sobrina de mi edad, Elsa.
He prometido que mi nueva amiga
de carne y hueso, será nuestro secreto hasta que ella hable con mis padres, que
son un poco frikis con eso de la escala social.
Estoy muy contenta, pues Elsa
le ha comprado el chalet a Irene, que se despidió de mí con lágrimas en los
ojos, yéndose a viajar que es lo que siempre había deseado.
© Marieta Alonso Más
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